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¿Quién fue el Gran Capitán?

   El famoso guerrero español, Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), mas conocido con el sobrenombre del Gran Capitán, adquirio notoriedad en las guerras contra los moros, y los Reyes Católicos le confiaron una expedición a Nápoles, en la que se apodero de Tarento, consiguiendo la victoria de Cerifiola sobre los franceses, y asegurando a España la posesión del reino de Nápoles, del que fue nombrado condestable. Pero no tardo Fernando en quitarle dicho cargo, pidiéndole cuentas de su gestión, a lo que, según la leyenda, contestó el caudillo presentando unas cuentas de intento absurdas. Hácese alusiones a las "cuentas del gran capitán" para designar cualquier relación que parece exagerada o caprichosa.

¿Quién dijo «Si Dios no existiera habria que inventarlo»?

   La figura de Voltaire es una de las mas representativas de aquel siglo, el XVIII, que se llamó Siglo de la Razón y que pretendía acabar, de una vez para todas, con las tinieblas y el oscurantismo.

   Su verdadero nombre era Francois Marie Arouet, y de el resulta en anagrama el seudónimo de Voltaire. Nació en Pans en 1694 y estudió en el colegio de jesuitas de Louis le Grand. A los 23 anos fue encarcelado en la Bastilla por escribir una sátira política ofensiva contra el Regente y, entre 1726 y 1729, permaneció exiliado en Inglaterra, tiempo que aprovecho para conocer a fondo la filosofía empirista inglesa, que tanto influiría después en su pensamiento. A lo largo de su vida, muy dilatada por cierto, pues vivió hasta los 84 años, conocerá tanto la persecución por sus ideas como el homenaje y el éxito.

¿Quién fue el primer econo­mista liberal?

Como vemos, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, Europa en­tera es un hervidero de inquietudes. La filosofía y el resto de las ciencias avanzan vertiginosamente. Todo contribuirá a que el pequeño conti­nente extienda su influencia sobre el mundo. También se hizo necesa­ria una teoría económica en la que apoyarse para conseguir un rápido crecimiento. La nueva clase burgue­sa, comerciante o industrial, muy emprendedora, se encontraba opri­mida por el mercantilismo —la doc­trina económica del despotismo ilustrado, basada en una férrea re­gulación, por parte del Estado, de las leyes económicas—, y precisaba de una mayor libertad. El hombre que daría una base teórica a tales aspiraciones fue Adam Smith. Na­cido en Kirkcaldy, Escocia, en 1723, estudió en la Universidad de Glas­gow y en el Balliol College de Ox­ford. Tras dar clases de Literatura y Retórica en Edimburgo, ingresó como catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Oxford. Pasa luego tres años en Francia y en 1766 regresa a Inglaterra. En el año 1776 apareció su libro In­vestigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las na­ciones, donde se reflejaban el es­píritu liberal de la Ilustración y las nuevas concepciones comerciales. El sistema de Smith, llamado libre-cambismo, partía de la natural ten­dencia del hombre a acumular ri­queza para procurarse bienestar. El juego de esta libre iniciativa no tenía por qué conducir a conflictos entre los productores, ya que la división del trabajo y la cooperación en la elaboración de un producto provo­caban la aparición de una comu­nidad de intereses. El ciudadano tendría pleno derecho a utilizar su iniciativa, tanto la fuerza de sus ma­nos como su inteligencia, como le pareciera más oportuno y el Estado no debía intervenir en ningún caso, limitándose su función a salvaguar­dar las leyes y a proteger el territorio nacional. Cada uno comerciaría con quien le pareciera más ventajoso, las aduanas serían suprimidas y las materias primas las adquiriría cada cual donde las encontrara más ba­ratas. Smith suponía que todo esto no conduciría al caos, pues los pro­pios intereses individuales se en­cargarían de equilibrar la situación. En una época de abundancia de materias primas y de mano de obra como aquélla, en la que aún había muy escasa competencia entre los mercados, las doctrinas de Smith fueron, desde luego, muy ventajo­sas para el país que las practicó. Pronto se vería cómo las cosas no son nunca tan sencillas. En el siglo XIX, un alud de conflictos sociales iba a demostrarlo.

Fray Servando Teresa de Mier

   Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827). Religioso mexicano, notable por sus es­critos relativos a la época de la guerra de in­dependencia de México. A los 16 años ingresó en la orden de los dominicos. Por un sermón escandaloso que pronunció en la ciudad de México, en 1794, fue encarcelado y desterrado a España. Escapó a Francia, visitó a Italia y, de regreso en España, escribió una sátira a favor de la independencia mexicana que le valió un nuevo encierro. Teresa de Mier volvió a fugarse, vivió en Portugal, y de allí pasó a Londres, desde donde continuó escribiendo en pro de los insurgentes mexicanos. Regresó a México con Francisco Javier Mina y cayó prisionero de los realistas. Desterrado a Cuba, pudo huir a los Estados Unidos. Consumada la independencia mexica­na, regresó al país y se declaró contrario al régi­men de Iturbide, lo que de nuevo le costó el encarcelamiento. Más tarde obtuvo su libertad y fue miembro del Congreso Constituyente.
   Una de las obras fundamentales de Fray Servando Teresa de Mier, su Historia de la Revolución de la Nueva España, la publi­có bajó el seudónimo de José Guerra. Otra, ti­tulada Memorias, es una fuente excelente para el estudio del autor y de su época, pues narra las peripecias que le ocurrieron en los países que visitó y describe con lujo de detalles ciu­dades y paisajes.

¿Quién encabezó la corriente materialista de la Ilustración francesa?

   Denis Diderot, uno de los inspiradores de la Enciclopedia, junto con D'Alembert, nació en Langes (Champaña) en 1713. Se ganaba la vida traduciendo, catalogando y re­dactando discursos. En 1746, publicó su obra Pensa­mientos filosóficos, que fue que­mada por orden del Parlamento francés, y pocos años después sus Cartas sobre los ciegos le valieron el encarcelamiento. Cuando salió de prisión, comenzó a trabajar en una casa editora que preparaba un Dic­cionario Médico Universal. Fue en esa época cuando concibió la idea de crear una Enciclopedia. Su pro­yecto, que contaría con la colabora­ción de los grandes intelectuales franceses de su época, como Voltaire. Rousseau, Buffon, Montesquieu y, como coordinador, a D'Alembert, se plasmó, entre 1751 y 1765, en la gran Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, de 17 volúmenes. La obra se publicó en edi­ción limitada, para suscriptores pu­dientes. Sin embargo, su gran con­tenido de crítica social pudo llegar al pueblo llano en forma de periódi­cos y folletos.

¿Quién fue el padre de la botánica moderna?

   Linneo, el hombre que clasificó la mayoría de las especies vegetales y sentó las bases de la ciencia llama­da botánica, nació en Suecia en 1707; era hijo de un pastor protes­tante, de quien heredó su afición por las plantas, a las que dedicaba muchos ratos libres durante su in­fancia. Más tarde estudió medicina, siempre sin olvidar su afición, y consiguió obtener una beca para realizar, a caballo, un viaje por Laponia, de donde no sólo trajo nu­merosas especies vegetales, sino que también realizó agudas obser­vaciones sobre las tribus que habi­taban la región. Cuando se doctoró en Medicina, en Holanda, pues en­tonces no era posible hacerlo en Suecia, ya había alcanzado celebri­dad como botánico. Viajó después, durante algún tiempo, por Europa hasta volver a su patria para ejercer como médico. Su obra más importante, Sistema de la naturaleza, alcanzó pronto gran fama. Linneo pensaba que el maravilloso mundo que tenía ante sí, sólo revelaba su verdadero ca­rácter y encanto a base de tiempo y atención. Por eso, con infinita pa­ciencia, dio nombre a las plantas, describiéndolas y relacionándolas entre sí. Decidió basar su método, sobre todo, en la observación de los distintos aparatos reproductores de las plantas, y, aunque hoy este sis­tema ha sido abandonado, la nueva nomenclatura en latín que introdu­jo, con un sustantivo para el género y un adjetivo para la especie, es hoy universalmente admitida. Los muchos méritos de Linneo le va­lieron un título de nobleza y, tras la parálisis que le llevó a la muerte en 1778, fue enterrado junto a los re­yes, en la catedral de Upsala.

¿Quién fue la condesa Elizabeth Bathory?

   Fue una condesa húngara del siglo XVII, esposa del general Ferencz Nadasdy. Vivió en el castillo de Csejthe en la región de los Cárpatos. Durante las ausencias de su marido (que viajaba para participar en campañas militares), organizaba reuniones con practicantes de magia, que la convencieron de que se mantendría hermosa si se bañaba en la sangre de las doncellas. De esta manera, sus criados salían por la noche a la caza de jóvenes campesinas que luego eran sacrificadas. Se estima que las víctimas fueron más de 600. Erzsebet Báthory fue juzgada en 1610. Sus cómplices murieron decapitados o quemados en la hoguera. Ella fue emparedada en una pequeña habitación del castillo y allí murió cuatro años después. Puedes leer su fascinante historia en el libro La condesa sangrienta, de Valentine Penrose.

Marqués de La Fayette


   En 1776 había empezado la guerra de independencia en los Esta­dos Unidos de América. Las trece co­lonias americanas peleaban por ganar su libertad. George Washington era su cau­dillo. Su ejército no se hallaba bien pre­parado ni contaba con buen armamento. La perspectiva, en 1777, no parecía muy brillante, pero en aquel año, un joven de la nobleza de Francia vino en su ayuda: el marqués de La Fayette (1757-1834).
   Llevaba consigo un barco bien equipado y un grupo de buenos soldados. Pronto llegó a ser uno de los mejores oficiales de Washington. Durante la guerra, La Fa­yette hizo un rápido viaje a Francia, y regresó con dinero y más soldados. Es po­sible que los norte
americanos no hubieran ganado la guerra sin su eficaz ayuda.
Marqués de La Fayette era su título. En realidad, se llamaba Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier. Su familia era rica, y durante su niñez, pudo tener todo el dinero que deseara. Pero en cuanto llegó a los dieciséis años de edad, decidió ser soldado. Apenas contaba con veinte años cumplidos cuando llegó a América.
   Al final de la guerra, La Fayette regresó a Francia, entonces ya conmovida hasta sus cimientos por la famosa Revolución de 1789 contra la monarquía. A pesar de su bien probado amor por la libertad, su con­dición de miembro de la nobleza hizo que se le tuviera encarcelado cinco años, hasta que Napoleón lo puso en libertad.

¿Quién fue Jean Lafitte?


   JEAN LAFITTE (1780-?) || Poco se sabe del origen y la muerte de este nove­lesco personaje. Era de origen francés, y fue el jefe de un bien organizado "imperio" internacional de piratas y contrabandistas famosos.
   Como sus fantásticas hazañas de pirata favorecían indirectamente al comercio ma­rítimo de Francia, tanto ingleses como americanos trataron en vano de disolver la peligrosa banda. Un día, en 1826, Lafitte desapareció misteriosamente.
   Sin embargo, hoy se cree que este céle­bre "pirata caballero" vivió muchos años más, retirado de los "negocios" como un gran señor, y que ayudó con dinero a la causa de la emancipación de los esclavos en los Estados Unidos.

¿Quién fue el primer filósofo que se planteó el problema de la angustia vital?

   Antes de finalizar el siglo XIX, apa­recen los primeros síntomas de in­satisfacción frente a la filosofía po­sitivista, y se vislumbra una clara atracción hacia el problema de la vi­da, que preocupó tanto a Schopenhauer y Nietzsche y que hará fortuna durante el siglo XX dando lugar a un nuevo movimiento filosó­fico llamado existencialismo. El precursor de este movimiento fue un danés nacido en 1813, llamado Soren Kierkegaard. El pensamiento de Kierkegaard está fuertemente influido por el cris­tianismo. Había estudiado Teología en la Universidad de Berlín y tuvo a lo largo de su vida momentos de gran exaltación religiosa, que no le impidieron atacar duramente a la Iglesia danesa, precisamente por considerarse elegido por Dios para defender la pureza de la fe. En 1841 asistió en Berlín a las clases del filó­sofo Schelling, y en 1843 publicó O lo uno o lo otro, el primero de sus libros. A partir de este momento mantuvo un alto nivel de creativi­dad, produciendo sin cesar obras, la más característica entre las cuales es El concepto de la angustia, apa­recida en 1844.

Juan Carlos Finlay

   En un monumento dedicado en La Ha­bana a la memoria del doctor Carlos J. Finlay (1833-1915), se lee esta inscripción: "Descubrió la transmisión de la fiebre amarilla por el mosquito, e hizo posible vencer tan temi­ble plaga. El mundo considera a este cien­tífico cubano como un gran benefactor de la humanidad."
   Desde el año 1872, el doctor Finlay bus­caba las causas de la transmisión de la fie­bre amarilla, y aunque al principio se fijó en factores meteorológicos, para 1879 ha­bía llevado sus investigaciones por otros caminos. En ese año, una comisión de mé­dicos norteamericanos inició en Cuba es­tudios para combatir la fiebre amarilla, y los trabajos de Finlay sirvieron para lle­var adelante la tarea.
   En 1881, Finlay formuló su teoría de que el agente transmisor de la fiebre ama­rilla era el mosquito Aedes Aegypti, y en esta dirección se continuaron los experi­mentos, por el mismo Finlay y otros mé­dicos como Reed, Gorgas y Lazear.
   La idea inicial de Finlay sirvió de base para emprender los trabajos de prevención y de higiene que al fin libraron al mundo de una de sus más terribles plagas.

¿Quién fue el creador del «ma­terialismo histórico»?

    De todos los jóvenes seguidores de la filosofía hegeliana, ninguno lle­garía a alcanzar una trascenden­cia tan enorme con su obra como Karl Marx, un judío alemán nacido en 1818 en la ciudad de Tréveris. Marx estudió Derecho y Filosofía en las universidades de Bonn y Berlín, donde entró en contacto con los jó­venes de la izquierda hegeliana, es­tudiando a fondo las ideas de Hegel, a las que, sin embargo, empezó enseguida a poner objeciones. Pero no fue únicamente Hegel el inspira­dor de su pensamiento, pues los so­cialistas utópicos franceses, espe­cialmente Fourier, Proudhom y Leroux, ocuparon también un des­tacado lugar en su formación. Asi­mismo fue influido por Feuerbach y Saint-Simon de una manera con­siderable. En 1844 conoció en París a Engels, con el que mantuvo una gran amistad durante toda su vida y con quien colaboró en varias obras. Con él fundó en 1847 la Liga de los Comunistas, cuyo programa polí­tico y filosófico resumieron en el Manifiesto Comunista. También en París, conoció a Bakunin, un revo­lucionario, pero de signo anarquis­ta, con el que mantendría grandes diferencias ideológicas. En 1849, se instaló en Londres, donde escribiría sus obras más importantes y donde permanecería el resto de su vida, colaborando con organizaciones re­volucionarias y apoyando la forma­ción de la Primera Internacional, una organización que pretendía ha­cer realidad el famoso lema marxista: Trabajadores de todo el mundo, uníos.

¿Quién fundó la «Religión de la Humanidad»?

   Casi toda la filosofía del siglo XIX está dominada por el positivismo, una tendencia que, oponiéndose a la filosofía romántica, se negaba a admitir otra realidad que no fueran los hechos y a investigar otra cosa que no fueran las relaciones entre tales hechos. El filósofo más ca­racterístico del positivismo sería Auguste Comte (1789-1857), un francés nacido en Montpellier, muy influenciado por las ideas de la Re­volución Francesa. Fue secretario de Saint-Simon, también filósofo, y colaborador de Le Producteur, ór­gano del saintsimonismo, pero ter­minó rompiendo con él para poder impartir libremente su primer curso de Filosofía Positiva. Fue profesor en la Escuela Politécnica de Mate­máticas, pero jamás consiguió el nombramiento oficial y tuvo que vi­vir hasta el final de sus días de la protección económica de sus se­guidores.

¿Quién fue un genio del pen­samiento universal sin nece­sidad de moverse en toda su vida de la pequeña ciudad donde nació?

   Immanuel Kant, uno de los más grandes pensadores de la filosofía moderna, nació en 1724 en la ciudad de Kónigsberg, que tan sólo abandonó, a lo largo de su vida (du­rante un corto período en el que ejerció como profesor en una pobla­ción cercana. Bajo de estatura y po­co agraciado físicamente, era pun­tual hasta tal extremo que los habi­tantes de su ciudad podían saber la hora exacta atendiendo a las entra­das y salidas del filósofo. Kant quiso estudiar las posibilidades de conocer la realidad. Poco antes que él, los empiristas ingleses habían afirmado que no es posible conocer la verdad de las cosas, pues sólo poseemos los datos que nos pro­porcionan los sentidos, y éstos pueden engañarnos. Kant creía que el pensamiento sí podía captar las cosas, pero tal como aparecían en él, esto es, como fenómenos. Para él el pensamiento era algo activo en el que se mezclaban dos cosas: lo que se le aparecía y algo que ponía el propio pensamiento. Lo que se nos aparece es un caos de sensaciones acerca de la materia y nosotros de­bemos ordenarlo. Para ello recurri­mos a las nociones de espacio y tiempo que Kant llama formas a priori de la sensibilidad. Así, el fenó­meno es una cierta materia ordena­da. Esos fenómenos individuales deben ser, a su vez, clasificados se­gún una serie de categorías del en­tendimiento que son los distintos modos de ser de las cosas. Kant se interesó asimismo por problemas morales. Pensaba que, en los fenómenos físicos, a toda causa le sigue necesariamente un efecto. Pero existen otro tipo de efectos que no son necesarios, sino que aparecen porque las causas quieren que se produzcan. A este último tipo pertenecen los hechos morales, que son un producto de la voluntad libre del hombre. Para que exista entonces el bien supremo, debe haber una regla absoluta a la que llamó imperativo categórico, y que puede expresarse así: Actúa como si desearas que todo lo que haces se convirtiera en ley universal de la naturaleza. Su preocupación por la libertad humana le llevó a in­teresarse también vivamente por los sucesos de la Revolución France­sa. Al final de su vida, los muchos años hicieron perder facultades mentales a quien había sido el ma­yor genio de su tiempo. Como se daba cuenta de ello, y era muy or­gulloso, apuntaba cuidadosamente los temas de los que había hablado con sus amigos, para no repetirse. En 1804, murió en el mismo lugar en que había nacido.

¿Quién fue Álvaro de Mendaña de Neira?

   Álvaro de Mendaña de Neira (1541-1595) fue un navegante español que participó en la conquista del Perú, desde donde partió, comi­sionado por el virrey de Lima, para explorar el Océano Pacífico. Zarpó de El Callao en 1567 y llegó a un archipiélago al que dio el nombre de Salomón y donde muchos de sus tripulantes perdieron la vida.
   De regreso en el Perú, después de un viaje de año y medio, exageró la importancia de su descubrimiento diciendo que había dado a las islas aquel nombre porque sin duda el rey sa­bio había obtenido de allí sus fabulosos te­soros. No obstante, pasó un cuarto de siglo antes de que se organizara otra expedición a dichas islas.
   En 1593 se le encomendó fundar una colonia en el archipiélago por él descubierto. Se em­barcó acompañado por su esposa, Isabel Barretos, y llevando como piloto a Pedro Fernández de Quirós. En ese viaje descubrió las Islas Mar­quesas, Mendoza y Santa Cruz; pero la pérdida de una de las naves y los adversos accidentes atmosféricos provocaron un motín de la tripula­ción y la muerte del maestre Pedro Medina, ahorcado por los marineros.
   Mendaña, abatido moral y físicamente, murió en la Isla de Santa Cruz. Había delegado el mando en su esposa. Esta mujer, de un temple recio y varonil, logró restablecer la disciplina y, secundada por Quirós, continuó el viaje has­ta llegar a Manila, donde desembarcaron en 1596. Mendaña ha dejado escritos en que relata sus viajes y descubrimientos.

¿Quién hizo uno de los prime­ros intentos por adaptar la escolástica a su tiempo?

   Como era de esperar, las nuevas ideas que el espíritu de la Ilustra­ción traía consigo causaron gran revuelo dentro de le filosofía esco­lástica católica, a la que ponían en entredicho, y surgió la necesidad de darles una respuesta. Con esta fina­lidad surgió la obra de un sacerdote español, Jaime Balmes, nacido en Vich en 1810. Pero Balmes moriría prematuramente, a los 38 años, y su pensamiento, apenas esbozado a lo largo de sólo 4 años de verda­dera dedicación filosófica, no tuvo ni siquiera la consistencia necesaria para producir una cierta polémica. Por otro lado, en su afán por adap­tar algunos aspectos de la nueva ideología a la filosofía tradicional católica, mantuvo una posición excesivamente conciliadora que restó fuerza a sus teorías, si bien, cu­riosamente, él pretendía crear un pensamiento netamente español e independiente.
   Jaime Balmes se formó en la Uni­versidad de Cervera, que por aquella época mantenía contactos con las de París y Montpellier, y a través de éstas, recibió la influencia del empirismo inglés. Leyó a Des­cartes, Kant, Hegel y Leibniz. Entre sus obras destacan El Crite­rio, Cartas a un escéptico en mate­ria de religión y El protestantismo comparado con el catolicismo. Sus detractores hablan de que en sus obras el personaje del escéptico aparece siempre como un tonto, el llamado tonto de Balmes, que plan­tea preguntas nimias a su interlocu­tor, creyente, a fin de que éste pueda responderle con razonamientos bri­llantes y aplastantes.

Simon Wiesenthal

Simon Wiesenthal murió en 2005 a la edad de 96 años en Viena, Austria. De origen ucraniano, Wiesenthal sobrevivió a varios campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, donde perdió a varios miembros de su familia, entre ellos a su madre y medios hermanos. Se hizo mundialmente famoso al convertirse en la mítica figura del 'cazador de nazis', pues dedicó el resto de su vida a rastrear a poco más de mil criminales de guerra alemanes alrededor del mundo para posteriormente llevarlos a juicio. Quizá el caso más notable fue la localización de Adolf Eichmann, estratega directo de la infame 'solución final', quien se escondió en Argentina en los años setenta y posteriormente fue sentenciado a muerte en Israel. Su némesis fue el doctor de Auschwitz, Josef Mengele, quien murió en Brasil en 1978 sin ser enjuiciado. De acuerdo a su propia ideología, Wiesenthal no buscaba venganza, sólo justicia, y era considerado como la 'conciencia del holocausto'. Sus últimos años los dedicó a promover la tole­rancia, y consideraba que la humanidad debía aprender de los errores del pasado.

¿Quién fue el más pesimista de los filósofos?

   Arthur Schopenhauer, el filósofo que opinaba que las mujeres eran unos seres de cabellos largos e ideas cortas, fue uno de los pensa­dores más desesperanzados y pesi­mistas de toda la historia de la filosofía. Había nacido en Danzig, Alemania, en 1788, y en su juven­tud se dedicó al comercio por influencia de su padre, pero a la muerte de éste abandonó aquella actividad, que tan poco le interesa­ba, y se puso a estudiar filosofía en las universidades de Gotinga y Berlín. Fue luego profesor en esta última ciudad, pero sólo dio su pri­mera clase, pues no dudó en elegir como horario el mismo en que Hegel impartía sus lecciones, con una audiencia masiva y constantemente en aumento. Es obvio que Scho­penhauer no podía competir con éxito ante una filosofía que avanza­ba inconteniblemente. En efecto, sus doctrinas no fueron acogidas en Berlín con entusiasmo y, desalentado, se dedicó a viajar por Italia y Alemania, retirándose en 1831 a Francfort, donde permaneció hasta su muerte en 1851, tras llevar una vida estricta, casi ascética. Eran fre­cuentes sus soliloquios gesticulan­tes y acostumbraba realizar largos paseos acompañado únicamente de su perro.
Schopenhauer será el encargado de volver a cargar de nebulosidad la filosofía que Hegel creía haber transformado en ciencia para siem­pre. A pesar de ello, y aunque sólo sea por el modo tan violento de reaccionar frente a él, el pensamiento de Schopenhauer debe mucho a Hegel. Aparte de esto, fue uno de los primeros filósofos europeos in­teresados e influidos por la filosofía oriental, fundamentalmente por el budismo. Kant y Platón están asi­mismo presentes en su sistema. Para Schopenhauer, el mundo ex­terno es una mera representación engañosa, plural e inconsistente. Frente a él se coloca la absoluta uni­dad de la voluntad del hombre, pe­ro, al mismo tiempo, la voluntad es el origen de todo dolor y de todo mal, porque la voluntad es querer, y querer es fundamentalmente querer vivir. Como la vida no puede ser nunca algo completo y definitivo, lo único que aplacaría este dolor sería la falta de conciencia. Por eso, para Schopenhauer, el único camino a seguir es la anulación de los deseos, alcanzar el autoaniquilamiento y lle­gar hasta la nada, el nirvana de la filosofía budista. No es de extrañar que con tales perspectivas sus doc­trinas no alcanzaran éxito entre sus alumnos. De todos modos, su pen­samiento tiene mucho de sugerente e influyó en filósofos como Friedrich Nietzsche y en artistas como Richard Wagner.

Jean-Paul Sartre

   En el mes de mayo de 1968, tu­vieron lugar en París una serie de sucesos revolucionarios que, aun­que apenas duraron algunos días, bastaron para que se pusieran en cuestión los más variados aspectos de la sociedad. Las paredes de las calles parisinas se llenaron de frases tales como La imaginación al poder o Sed realistas, pedid lo imposible. No sólo el sistema capitalista occi­dental, sino el socialista soviético, fueron duramente atacados por obreros y estudiantes que pedían a gritos una revolución de la vida coti­diana y trataban de llevar hasta sus últimas consecuencias el proceso de desenmascarar el orden estable­cido. Uno de los intelectuales fran­ceses que estuvo desde el primer momento al lado de los rebeldes fue el filósofo Jean-Paul Sartre, que junto con su gran amiga Simone de Beauvoir participó activamente en aquellos acontecimientos. Sartre fue uno de los primeros inte­lectuales que empezaron a descon­fiar de la sinceridad de la Revolución Soviética. Comunista en un primer momento, no dudó en atacar la in­tervención rusa en Hungría en 1954 y la invasión de Checoslovaquia en 1968. Su ruptura con la U.R.S.S. se hizo ya manifiesta con la pública protesta por la expulsión del escri­tor ruso Soljenitzin de la Unión de Escritores Soviéticos. A partir de entonces, mantuvo contactos con organizaciones maoístas y en los úl­timos años su pensamiento parece tender hacia posturas anarquistas. En 1929, conoció a la también escri­tora Simone de Beauvoir, a la que él llamará cariñosamente El Castor. Desde entonces, ambos mantendrían una relación profunda y duradera. En cierta ocasión en que una perio­dista preguntó a Simone por qué no se había casado con Sartre, ésta respondió: Porque jamás pensé se­pararme de él.

¿Quién es el más desesperan­zado de los pensadores ac­tuales?

   Emil M. Cioran es un rumano afin­cado en Francia que ha escrito en francés la casi totalidad de sus obras. Su pensamiento ayuda a comprender el actual estado de la cultura occidental y puede ser bas­tante representativo del cansancio y de las amarguras de dicha cultura. Desde los presocráticos, Occidente ha recorrido un largo camino: Esco­lástica, racionalismo y empirismo; mística, positivismo y existencialismo. Soluciones para todos los gus­tos y todas las necesidades. He aquí que, bien avanzado el siglo XX, Cioran observa todos estos dis­fraces intentando colocarse algu­no y con todos se encuentra incó­modo. Cioran intenta probar la des­nudez absoluta, y se pregunta qué ha impulsado al hombre, a lo largo del tiempo, a crear y a actuar. Qué le ha llevado a construir ciudades, a inventar máquinas, a pensar siste­mas filosóficos o a producir obras de arte. Termina deduciendo que tal actividad en nada remedia la so­ledad y la incomunicación humana y que a nada conduce. Que la fiebre de acción solo es un engaño que el hombre, incapaz de aceptar la monotonía y la falta de sentido de la existencia, se tiende a sí mismo. Ni el amor, ni la guerra, ni la religión, ni el arte, tienen ya credibilidad. Cioran, por ello, se niega a caer en la doble trampa que supone aceptar que las trampas funcionan y se su­merge en el abismo de la lucidez, estado en el cual se nos revela la fal­ta de sentido de todo. Podría definírsele como filósofo de­cadente, y, sin embargo, el plantea­miento de su amargura tiene un gran vigor y una gran fuerza. El mis­mo ha dicho que un libro debe ser un peligro, y, efectivamente, sus libros lo son. Esta visión desgarra­dora de la vida, que lógicamente debería abocar en la autodestrucción, no impide a Cioran continuar viviendo apaciblemente en su casa de París, junto a su mujer, y escri­biendo sus libros.