Profesiones y oficios en la antigua Roma

PROFESIONES ROMANAS

Marcial, el ingenioso poeta latino que nos proporcionó tantas informaciones sobre la vi­da privada de los romanos, escribió: "Me sentí indispuesto y llamé al médico Simmaco; él me vino a visitar acompañado por un centenar de discípulos: cien manos me palparon, cien manos heladas. No tenía fie­bre; ahora tengo."
Según este testimonio, los médicos, en Roma, iban t visitar a los enfermos acompañados por un grupo de discípulos (que fuesen precisamente cien, ni siquie­ra Marcial se obstinaría en sostenerlo). Era un cómo un sistema para tener escuela de medicina a expensas del paciente. Puesto que en Roma no había escuelas para los médicos, todos eran libres de practicar esta profesión; bastaba tener un poco de conocimiento en la materia, y mucha... charla para persuadir a los en­fermos de la bondad de las medicinas proscriptas. Es­tas medicinas eran, la mayoría de las veces, prepara­das y vendidas por el mismo médico. Se trataba, en ge­neral, de ungüentos, emplastos, linimentos e infusio­nes, integrados a base de hierbas y otras sustancias vegetales: raíces de anémona contra el mal de dientes; infusiones de violeta de Parma, mirra y azafrán, con­tra la conjuntivitis; emplasto de miel, pan y raíces de narciso, para las heridas. A veces se recurría también a productos animales: como cuando el médico recetaba enjuagar la boca con sangre de tortuga para defender­se de la carie, o bien volcar sobre la cabeza una infusión de vinagre, vino, azafrán, pimiento y... estiér­col de topo, para defenderse de la caída de los cabellos.
Pero recomendaba frotarse antes la cabeza con sosa; ¡obsérvese bien: "antes" y no después!
Es necesario creer que, si las medicinas no eran eficaces, la charla del médico era muy persuasiva: porque muchos médicos, más bien especialis­tas (los había en oftalmología, odontología, cirugía, etc.), llegaron a acu­mular millones de sestercios, que representaban sumas fabulosas.
A pesar de ser buscados y bien remu­nerados, los médicos de la antigua Roma eran poco apreciados, así como también se subestimaba a los ingenieros, arqui­tectos, pintores, escultores, músicos, etc. Todas las profesiones, incluyendo las más libres e intelectuales, eran considera­das indignas de un ciudadano romano. La mayor parte de los profesionales y de los artistas eran extranjeros y a ve­ces también esclavos o libertos (escla­vos liberados). Por este motivo no se co­noce casi ningún arquitecto, o pintor, o músico romano de renombre. ¿Quién fue el que imaginó y diseñó las maravillosas y poderosas estructuras del Coliseo? Nosotros admiramos esta inmortal obra maestra de la arquitectura, pero no sa­bemos quién la creó. Y así ocurre con otras obras, porque no distinguían la personalidad del proyectista o del artis­ta de la de los ejecutores materiales. Todos eran catalogados como funciona­rios, empleados, dependientes.
Sólo la agricultura era practicada a veces con pasión, tal vez en recuerdo de los antepasados que habían sido agri­cultores y pastores.



LOS ABOGADOS
Las ocupaciones consideradas dignas de un romano eran tres solamente: la carrera política, la carrera militar y la profesión de abogado. Para todo patricio romano de la época de la república, ser abogado era casi un deber moral. Y debía hacerlo sin pedir recompensas, en forma gratuita. Por la ma­ñana temprano, en el atrio de su casa, el patricio recibía a sus "clientes", quienes lo rodeaban, lo saludaban y le pedían los consejos que sólo una per­sona versada en materias jurídicas podía darles: cómo iniciar y conducir una causa, cómo defender un derecho vulnerado, cómo redactar un con­trato. El abogado debía explicar, aconsejar y, si lo estimaba necesario, asu­mir personalmente la defensa de su protegido. ¿Qué provecho podía repor­tar al patricio este trabajo? Bien sabía que cuanto más generosamente prestara sus servicios a los ciudadanos, tanto más extendida y afianzada sería su fama, y tanto más el pueblo lo votaría en las elecciones, lo aplaudiría en sus discursos, lo apoyaría y sostendría en sus luchas políticas.
Pero, si las únicas actividades practicadas por los patricios no eran ofi­cios o profesiones que les procuraran una ganancia inmediata, podemos pre­guntar: ¿de dónde obtenían su dinero? La respuesta es la misma para to­dos: vivían de rentas, es decir de ganancias que les proporcionaba la pose­sión de tierras, el trabajo de los esclavos y los cargos públicos. En general se trataba de beneficios acordados por el Estado en premio por las empre­sas militares. Pero no todos los romanos eran patricios: como máximo habría un millar. Había otra categoría de romanos que vivía sin un trabajo de­finido y sin las preocupaciones que afligían la vida de los patricios, siempre empeñados en luchas políticas: eran los 150.000 plebeyos mantenidos por el "Anona", es decir por el Estado. No tenían otro trabajo que trasladarse, un día determinado del mes, a la oficina situada bajo el pórtico de Minucio, a retirar la tarjeta de asistido por el "Anona", que les daba derecho a recibir los víveres gratuitamente, tanto para ellos como para sus fami­lias. ¿Por qué el Estado romano se comportaba tan generosamente hacia semejante masa de desocupados? Era una necesidad política: alimentándolos, el Estado se mostraba pródigo hacia ellos y los mantenía... dóciles.
Pero Roma tenía más de un millón de habitantes. ¿Qué hacían los demás?



LOS COMERCIANTES
Los más grandes comerciantes e industriales romanos eran tan ricos como los patricios; para sus negocios construían o fletaban flo­tas enteras, Importaban granos de Egipto; fruta, verdura y vino, de Italia; madera y lana de las Galias; mármol de Toscana y de Gre­cia; aceite, plata, plomo y cobre de España; ámbar del Báltico; vidrio de Fenicia; incienso de Arabia; dátiles, papiros y marfil de África; especias, corales, pie­dras preciosas y sedas de Asia. Existía, pues, un activo comercio.


LOS MINORISTAS Y LOS ARTESANOS ROMANOS
Minorista y artesano era, a menudo, en Romo, la misma persona; en efecto, el que fabricaba un producto, por lo general, luego lo vendía directamente al público. Estos pe­queños comerciantes sumaban una lista inter­minable y formaban el grueso de la población, que estaba en contacto inmediato y perma­nente con la calle. Imaginémonos recorriendo la calle de la Saburra, el tramo más popular de la antigua Roma, o bien las calles del viejo centro como el Yicus Tuscus y el Vicus Lugarius, que, al igual que el centro de algunas de nuestras ciudades, eran estrechas y siem­pre llenas de gente; niños que jugaban, ven­dedores ambulantes y pregoneros aumenta­ban el bullicio y la confusión. Pasaremos en­tre dos hileras ininterrumpidas de negocios: son de orfebres, herreros, alfareros, muebleros, tintoreros, curtidores, barberos, vendedores de espejos, de objetos de marfil, de coronas de flores, de sandalias y abrigos, de cosméticos, de remedios; y panaderos, pasteleros, carni­ceros, pescadores, hosteleros y fondistas; en­contraremos vendedores ambulantes de agua, de vino y de embutidos; pasaremos delante de talleres donde están trabajando maestros alhamíes, peones, yeseros, etc.

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La leyenda de Anteo, el gigante


   Los gigantes, como hi­jos de la Tierra, perdían su fuerza al dejar de tener contacto con el suelo. Uno de ellos, Anteo, hijo de la Tierra y de Neptuno, era un luchador formidable, buscador de pendencias con los héroes, para acabar descabezándolos y adornar con los cráneos el templo de su padre. Pero este hijo de las aguas y de la tierra encontró un vencedor en Hércules, hijo de Júpiter, dios del Cielo o Firma­mento, cuando éste, en un viaje al Hiperbóreo, iba en busca del tesoro de las Hespérides.
   La alusión que esto supone a la superioridad de los elementos diurnos y luminosos sobre los acuáticos y terrestres es evidente. Aparece bien clara en el sig­nificado del episodio. La leyenda de Anteo está bor­dada con detalles de su lucha con Hércules, pues éste, para destrozarlo, necesitó mantenerlo levantado en el aire, sin poder recibir la emisión de fuerza que le llegaba de su madre, la diosa Gea o Tierra, tan pronto como recobraba contacto con ella.

Francisco I. Madero


   Francisco I. Madero (1873-1913). Político mexicano, nacido en la hacienda "El Rosario" cerca de Parras, Coahuila. Para atender los negocios de su familia, una de las más acaudaladas y antiguas del norte de México, hizo estu­dios especiales en los E.U.A. y en Francia. A su vuelta implantó sus conocimientos, aplicándolos a nuevos sistemas administra­tivos y agrícolas en las empresas familiares, y publicó un estu­dio sobre el embalse y repartición equita­tiva de las aguas del Río Nazas, que le valió los parabienes del go­bierno.
   Para intervenir en la lucha por el cargo de gobernador de su estado, ayudó a constituir en 1903 un club político en cuyo órgano semanal, El Demócrata, difundió sus ideas de defensa de los derechos humanos.
   También se reveló eficaz orador contra la dictadura de Porfirio Díaz y la perpetuación de éste en el poder. Francisco I. Madero publicó a principios de 1909 el libro La sucesión presidencial en 1910 en que planteaba el problema del mili­tarismo y combatía la reelección.