Una mezcla de polvo negruzco, compuesta de salitre, azufre y carbón, empezó a revolucionar, a partir del siglo XIV, todo lo que hasta entonces se entendía por armamento y por arte de la guerra. La aparición de la pólvora determinó la creación de las armas de fuego, y éstas pronto impusieron su ley en los campos de batalla, donde al fragor del acero se vino a sumar el estampido ensordecedor, el olor y el humo que producía aquel invento diabólico. Nace la artillería, los arcabuces sustituyen a las lanzas y picas, se revoluciona la caza, las minas encuentran un poderoso auxiliar en los explosivos y los festejos ven surgir un nuevo arte: la pirotecnia. Aunque la pólvora era ya conocida en Europa en el siglo XIII, como lo demuestra una carta del sabio franciscano Roger Bacon, en la que habla de los ingredientes necesarios para producirla y de sus propiedades detonantes, no fue utilizada de forma generalizada para el funcionamiento de las armas de fuego hasta que éstas fueron introducidas por los árabes, en sus luchas contra los cristianos en España. A fines del siglo XIV, las armas de fuego empezaban a ganar terreno en todos los ejércitos.
Sin embargo, la pólvora había sido inventada bastante antes. Las leyendas afirman que los chinos la empleaban desde tiempos muy remotos, y desde luego consta que en China se empleaba en el siglo XI para propulsar rudimentarios cohetes. Y también consta que los chinos eran muy aficionados a los fuegos artificiales desde tiempos inmemoriales. Si los chinos conocían las facultades destructivas de la pólvora, al menos no la emplearon con ese fin. Por el contrario, el empleo predominante que Occidente hace de ella nada tiene de pacífico. La mezcla de carbón, azufre y salitre (o nitrato potásico) se convierte en un instrumento de poder y de conquista. Gracias a las prodigiosas armas de fuego (que quizá nunca llegara a imaginar el chino que inventó la pólvora) la inmensa América sería conquistada por un puñado de hombres, ante el asombro, el pavor y la impotencia de los indígenas.