Las raras y bellísimas piedras de color, casi siempre de pequeñas dimensiones y que se encuentran en las cuevas o los arenales de los ríos, han llamado la atención del hombre desde los tiempos más remotos. Nuestros antepasados no acertaban a explicarse de dónde procedían aquellas piedrecillas brillantes y de vivos colores, que no se parecían a ninguna de las rocas conocidas. Puesto que eran muy supersticiosos, empezaron a considerarlas señales de los dioses y llegaron a creer que la posesión de una de ellas equivalía a la protección divina contra cualquier clase de calamidades y desgracias. Nacieron así los amuletos, de cuya utilización son testigos los antiquísimos hallazgos prehistóricos. Con el paso del tiempo, y a medida que avanzaba la civilización, el hombre aprendió a embellecer las piedras preciosas pulimentándolas y tallándolas en formas regulares, para engarzarlas luego en metales preciosos como el oro y la plata. Más adelante, alguien tuvo la idea de grabarlas con dibujos decorativos y personales, de forma que su propietario pudiera reconocerlas fácilmente en caso de pérdida o robo. Las piedras así trabajadas dejaban su huella sobre una tabla de arcilla blanda.
Nacieron de este modo los primeros sellos, de cuyo empleo dan testimonio las tablas de arcilla babilonias, que se remontan a hace 4.000 años. Algunos de ellos tenían forma cilindrica.