La leyenda de Anteo, el gigante


   Los gigantes, como hi­jos de la Tierra, perdían su fuerza al dejar de tener contacto con el suelo. Uno de ellos, Anteo, hijo de la Tierra y de Neptuno, era un luchador formidable, buscador de pendencias con los héroes, para acabar descabezándolos y adornar con los cráneos el templo de su padre. Pero este hijo de las aguas y de la tierra encontró un vencedor en Hércules, hijo de Júpiter, dios del Cielo o Firma­mento, cuando éste, en un viaje al Hiperbóreo, iba en busca del tesoro de las Hespérides.
   La alusión que esto supone a la superioridad de los elementos diurnos y luminosos sobre los acuáticos y terrestres es evidente. Aparece bien clara en el sig­nificado del episodio. La leyenda de Anteo está bor­dada con detalles de su lucha con Hércules, pues éste, para destrozarlo, necesitó mantenerlo levantado en el aire, sin poder recibir la emisión de fuerza que le llegaba de su madre, la diosa Gea o Tierra, tan pronto como recobraba contacto con ella.

Francisco I. Madero


   Francisco I. Madero (1873-1913). Político mexicano, nacido en la hacienda "El Rosario" cerca de Parras, Coahuila. Para atender los negocios de su familia, una de las más acaudaladas y antiguas del norte de México, hizo estu­dios especiales en los E.U.A. y en Francia. A su vuelta implantó sus conocimientos, aplicándolos a nuevos sistemas administra­tivos y agrícolas en las empresas familiares, y publicó un estu­dio sobre el embalse y repartición equita­tiva de las aguas del Río Nazas, que le valió los parabienes del go­bierno.
   Para intervenir en la lucha por el cargo de gobernador de su estado, ayudó a constituir en 1903 un club político en cuyo órgano semanal, El Demócrata, difundió sus ideas de defensa de los derechos humanos.
   También se reveló eficaz orador contra la dictadura de Porfirio Díaz y la perpetuación de éste en el poder. Francisco I. Madero publicó a principios de 1909 el libro La sucesión presidencial en 1910 en que planteaba el problema del mili­tarismo y combatía la reelección.

¿Quién inventó el ajedrez?


    Existen numerosas hipótesis sobre el origen del ajedrez, ese apasionan­te juego que en la actualidad está considerado como deporte. La mayor parte de los que lo han investigado coinciden en atribuir a la India el lugar de origen del ajedrez. Y, de todas las historias y leyendas que tratan de explicar el nacimiento del juego, hay una que, por su ori­ginalidad, merece ser contada. Según el escritor árabe Alsefadir, el invento del ajedrez tuvo lugar en el siglo V a. C. y su creación se de­be a un consejero del despótico Sirham, monarca del reino de Magadha, en el norte de la India. Ese consejero se llamaba Sihisa y esta­ba muy preocupado por resolver de algún modo los problemas que planteaba continuamente el carác­ter soberbio y tiránico del rey Sirham. Llegó a la conclusión de que su señor, que había gozado de cuantos placeres y caprichos se le antojaban y que no encontraba fre­no alguno a su poder, necesitaba de alguna ocupación nueva que le mantuviera constantemente entre­tenido, de una diversión absoluta­mente original. Tras varios días y noches encerrado en su habitación, el consejero Sihisa, que era un sa­bio matemático y filósofo, creyó haber conseguido lo que buscaba: había inventado el juego del ajedrez. Sirham quedó admirado y entusias­mado, y quiso recompensar a su consejero por el invento. Con su característico orgullo dijo a Sihisa que le pidiera lo que quisiera, que él, el poderosísimo Sirham, se lo concedería. El consejero, decidido a darle un escarmiento, le respondió que se contentaba con un grano de trigo por la primera casilla del table­ro del ajedrez, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así sucesivamente, dupli­cando cada vez el número de la an­terior, hasta completar las 64 ca­sillas. Al rey le pareció muy fácil sa­tisfacer la petición de Sihisa y orde­nó a su ministro que reuniera tal cantidad de trigo. La sorpresa del rey fue enorme cuando regresó el ministro para de­cirle que la petición del inventor del ajedrez era imposible de cumplir, pues no habría bastante trigo aun­que se sembrara la Tierra entera año tras año. La cantidad pedida por Sihisa, basada en una progre­sión geométrica, y que al rey había parecido un regalo ridículo, suponía la suma de 9.223.372.036.854.775.808 granos de trigo.