Los físicos de nuestro tiempo afirman que la materia esta formada por átomos, pero mucho antes del nacimiento de Cristo, entre los anos 470 y 370, vivió en Abdera un hombre llamado Demócrito que pensaba de forma muy parecida. Siendo el menor de tres hermanos, gastó su pequeña herencia en realizar viajes para aprender astronomía y teología en Egipto, Caldea y la India. Por ello tuvo que vivir del dinero de sus hermanos hasta que, gracias a sus conocimientos, acabó ganándose la estima de sus conciudadanos y vivió a expensas del Estado hasta su muerte, cumplidos ya los cien años. Como su coetáneo Leucipo, Demócrito pensaba que la materia se componía, en ultima instancia, de partículas indivisibles llamadas átomos. Estos eran infinitos en número, impenetrables, pesados, indestructibles y eternos, esto es, existían desde siempre y nunca desaparecerían. Aunque todos eran de la misma naturaleza, se distinguían unos de otros por su forma, su tamaño, el orden en que se presentaban y las posiciones que ocupaban. Las combinaciones posibles gracias a estos tipos de variaciones, producen la multiplicidad aparente de las cosas del mundo. Por ejemplo, cuando los átomos están muy juntos, nos encontramos con un cuerpo de gran dureza. Pero, además de los átomos, existe un espacio o vacío en el que estos se encuentran y por donde se mueven. El movimiento, que Demócrito creía eterno y violento (debido a causas externas), era lo que permitía las transformaciones de las cosas. Pero dejó sin explicar con claridad cuales eran las causas que provocaban ese movimiento. A la hora de exponer las funciones del cuerpo y el espíritu humanos, Demócrito recurrió de nuevo a su doctrina básica. Para él, el alma estaba compuesta por átomos extremadamente sutiles que, al moverse, producían el pensamiento.