El aire, sobre todo cuando es húmedo, contiene distintas sustancias químicas capaces de fijarse incluso en las rocas más duras, alterando su composición. La prueba de ello es que cualquier guijarro, recogido por ejemplo en el arenal de un río, una vez roto muestra un aspecto muy distinto al que ofrece en su superficie. Ello se debe no sólo a la acción limadora del agua, sino también a la acción química del aire. La acción química del aire reviste muchísima importancia, pues al modificar y oxidar las rocas contribuye a la formación del suelo vegetal, el que precisan las plantas.
No debe creerse, sin embargo, que el fértil suelo de los campos no es más que una mezcla de pequeñísimas partículas de rocas disgregadas. Semejante mezcla no contiene todos los elementos indispensables para la vegetación, y sólo algunas plantas, como los líquenes, pueden alimentarse en un terreno virgen. El terreno empieza a ser fértil cuando mueren estas plantas «pioneras» y, al pudrirse, lo enriquecen de sustancias orgánicas. En efecto, el humus o mantillo, que es el componente esencial del suelo vegetal, se integra por la descomposición de residuos vegetales y animales.