A diferencia de cartógrafos anteriores, que tuvieron que ver los objetos que estaban inspeccionando para crear mapas, los oceanógrafos fueron capaces de trazar las montañas y los valles de los fondos marinos por medio del sonar.
El sonar envía un pulso acústico, que rebota en un objeto de las profundidades del océano. En 1958, la Oficina de los Estados Unidos de Investigación Naval compró el batiscafo de Piccard, que él llamó Trieste. A partir de entonces, el hijo de Piccard, Jacques, y los ingenieros de la armada trabajaron juntos para descubrir los secretos de las profundidades.
En enero de 1960, Piccard y un estadounidense, Donald Walsh, se prepararon para una inmersión a las mayor profundidad conocida en los océanos del mundo, el Abismo Challenger en la fosa de las Marianas en el Océano Pacífico, a unos 11.000 metros bajo el nivel del mar. A 2.400 pies, los últimos rayos de sol desaparecieron. A 18.000 pies, la pequeña nave submarina tuvo una fuga, pero la enorme presión del agua en el casco apretó el metal cerrando la fuga.
A 29.000 pies, Piccard soltó el lastre de hierro del submarino, volviendo más lento el descenso. Justo después de 35.000 pies, los hombres detectaron un eco en el sonar, lo que les indicó que el final estaba cerca. A 35.800 pies bajo el agua, el Trieste se posó suavemente en el lecho marino. A esa profundidad, la presión era de unas aplastantes 16.000 libras por pulgada cuadrada.
Walsh y Piccard miraron a través de las gruesas ventanas en busca de signos de vida. Allí, en el suelo barroso, Piccard vio peces planos de unos 45 centímetros de largo. Incluso allí, había vida. Después de 20 minutos, los hombres pusieron al Trieste en movimiento hacia la superficie.
A las 4:56 pm, llegaron a la superficie del océano, habiéndose quedado cortos sólo unos 398 pies del punto más profundo en el mar.