Para las nuevas generaciones ver por televisión eventos que están ocurriendo en el otro lado del mundo, a miles de kilómetros, no es sorprendente; pero hace unas décadas esto era un sueño. Antes de 1950 la gente se enteraba de los acontecimientos en otras ciudades, países o continentes mucho después de que ocurrían. Significaba un proceso lento, la transmisión no era instantánea: primero se filmaba el hecho, los rollos de película se empaquetaban y se enviaban a su destino por vía aérea o barco, para después transmitirlo por la televisora local.
Esta tardanza provocó la inquietud de los científicos por encontrar la forma de realizar transmisiones instantáneas a otras partes del mundo. Así, y retomando la idea del Arthur C. Clarke, escritor de ciencia ficción que imaginó aparatos colocados en la órbita terrestre capaces de captar y transmitir señales de audio y video a estaciones terrestres, fue como se empezaron a desarrollar los primeros satélites artificiales.
El primer intento fue el artefacto ruso Sputnik I, que fue colocado en órbita a 950 kilómetros de la Tierra. Maás tarde, en 1962, la NASA puso en el espacio el primer satélite de teletransmisiones, el Telstar, con el que fue posible la transmisión del asesinato y funeral de John F. Kennedy. Tal fue el impacto de estos enlaces instantáneos, que 600 millones de personas vieron el lanzamiento y el alunizaje del Apolo XI.