Estamos a 14 de noviembre de 1854. Una violenta tempestad se abate sobre el mar Negro, escenario de la sangrienta guerra de Crimea. La flota anglofrancesa se ve sorprendida de lleno. Al regresar la calma, se han hundido dos buques. El hecho provocó gran consternación. ¿Sería posible —se preguntaron— evitar semejantes sorpresas en adelante? El científico francés Le Verrier solicitó de todos los observatorios europeos los datos correspondientes al viento, la nubosidad y las perturbaciones que se habían producido entre los días 12 y 16. Basándose en dichos datos, consiguió establecer que la tempestad había atravesado todo el continente de oeste a este. Para evitar la catástrofe habría bastado, pues, con que los responsables de los distintos observatorios hubieran podido comunicar entre sí telegráficamente.
Fue una idea: algunos años más tarde, el 1 de diciembre de 1863, una turbación registrada en Irlanda fue comunicada a los puertos franceses del Atlántico, después a los del Mediterráneo, y al llegar la tempestad los buques se hallaban sólidamente amarrados. La meteorología había prestado su primer servicio a la humanidad.