Sus previsiones e intuiciones mecánicas aún nos dejan atónitos. Las máquinas herramientas, el barco de ruedas, el automóvil, el avión, el paracaídas, el submarino, el carro armado, la hilandería mecánica, la utilización de la energía del vapor, el anemómetro, el odómetro e infinidad de artilugios bélicos modernos están ya esbozados en la obra de Leonardo. Sin embargo, a la hora de la verdad, lo que salió a flote fue su extraordinaria fama de artista, mientras que sus ingenios de todo tipo tropezaron con un escepticismo casi general, o simplemente los mantuvo en secreto.
Los abundantes encargos de obras de arte que le hacían se demoraban, y muchos no llegaba a cumplirlos, absorto en sus estudios científicos y sus invenciones. Pero el que muchos de esos inventos e intuiciones geniales no lograsen funcionar o imponerse en su época no quita un ápice a su mérito de revolucionario de la ciencia y de la técnica, pues quizá su mayor gloria esté en que supo adaptarse a las exigencias de un método y adoptar una actitud nueva frente a la naturaleza; de ahora en adelante toda ciencia será una ciencia abierta a la experiencia, sujeta siempre a revisiones y adiciones. En ese sentido, Leonardo inaugura la metodología de la ciencia moderna.
En 1506, Leonardo va a Roma. Otros grandes artistas de entonces, como Rafael y Miguel Ángel, trabajaban en la decoración del Vaticano y su Capilla Sixtina; sin embargo, Leonardo no logró obtener ningún encargo. Para mucha gente influyente, sus estudios y dibujos anatómicos le habían convertido en un hereje. Despechado, Leonardo abandona Italia para no volver ya jamás. Los últimos años de su vida los pasará en Francia, al servicio de uno de sus mayores admiradores, el rey Francisco I. En 1519, a los 67 años de edad, moría Leonardo da Vinci en el castillo de Cloux. Lo hacía como otros tantos genios, rodeado por la incomprensión de su época y lejos de los suyos.