El origen de la Aspirina



   Todo el mundo lo conoce por su nombre registrado: Aspirina. Pero en realidad se trata del ácido acetilsalicílico, un sólido blanco, inodoro, de sabor ligeramente ácido, algo so­luble en el agua, junto con la que habitualmente se toma. Sus princi­pales propiedades son: analgésicas, es decir que bloquea el dolor; anti­térmicas, al hacer bajar la fiebre; y antiinflamatorias, en especial en los procesos reumáticos. Realmente, todo un conjunto de alivios concen­trados en una pequeña pastilla blan­ca que vale muy poco dinero. Un fármaco en el que todos pensamos cuando la fiebre, el dolor de muelas o la jaqueca nos acosan. La huma­nidad debe el estudio de las pro­piedades del ácido acetilsalicílico y su preparado sintético a los alema­nes Félix Hoffmann y Heinrich Dresser. En 1887, el joven químico Hoffmann, que trabajaba para la fa­mosa empresa Bayer, estimulado por la dolencia de su padre, que padecía reumatismo, inició sus es­tudios encaminados a encontrar un antirreumático de alta tolerancia pa­ra el organismo. En colaboración con el farmacólogo Dresser, se so­metió un preparado de ácido acetilsalicílico a comprobación res­pecto a sus efectos terapéuticos y de tolerancia, concluyendo la inves­tigación con éxito en 1899. La casa Bayer comercializó el producto con el nombre de Aspirina, denomina­ción con la que el ácido es hoy co­nocido universalmente aunque per­tenezca a otras marcas comerciales. Es uno de los fármacos más apre­ciados en la lucha contra el dolor.