La naturaleza está dotada de una notable facultad de adaptación, lo que contraría a menudo las intenciones del hombre. Así, cada vez que se ha querido destruir algún ser vivo mediante pesticidas se ha dado lugar, rápida e involuntariamente, a descendencias de individuos resistentes a estos productos. La estreptomicina, por ejemplo, ha hecho milagros en la lucha contra la tuberculosis, pero se han encontrado muy pronto descendientes que resisten este antibiótico. De la misma forma el DDT ha tenido efectos espectaculares en la lucha contra los insectos, pero luego ha sido necesario buscar sustitutos como el HCH y después el lindano, que son productos cada vez más tóxicos, no solamente para los insectos sino también para los animales de sangre caliente cuando se llegan a acumular en su organismo. Se han aumentado las dosis sin éxito, pues los pulgones no se contentan con atacar a las plantas de cultivo tradicional, sino también, por ejemplo, atacan a los cereales haciendo grandes estragos.
Parece ser que la solución reside en una utilización moderada de los productos, de forma que limiten la proliferación de los parásitos, insectos, acáridos y hongos; pero cuidando que las dosis empleadas no sean tóxicas tanto para las plantas como para los animales.