El pararrayos obtuvo un éxito que se puede clasificar de fulminante; y nunca mejor dicho. Hasta la moda se apoderó de él: las elegantes se paseaban bajo sombrillas de larga punta equipadas con una cadenilla metálica que se arrastraba por el suelo.
Nuestros pararrayos clásicos reproducen el dispositivo ideado por Franklin. Están compuestos por una barra de hierro coronada por una punta de cobre o de platino colocada en la parte más alta del edificio que protegen. La barra está unida, mediante un cable conductor, a la toma de tierra (prolongación del conductor que se ramifica en el suelo, o placas conductoras también enterradas, o bien un tubo sumergido en el agua de un pozo). En principio, el diámetro de la zona de acción de un pararrayos es igual a su altura desde el suelo. El mejor dispositivo de protección está constituido por la jaula de Faraday; es decir, por un contorno rodeado de conductores. Esta función se cumple perfectamente en los inmuebles modernos, hechos de cemento o de hormigón armado. Un automóvil, un avión, ambos de construcción metálica, son también verdaderas jaulas de Faraday, que ponen a los pasajeros al abrigo del rayo. En cuanto al fenómeno del relámpago, ha resultado mucho más complejo de lo que se creía. En principio existe cierto número de descargas parciales invisibles —tres, cuatro, a veces más—, separadas por intervalos de una centésima de segundo, y que, en conjunto, duran algunas décimas de segundo. Cada una de estas descargas parciales sigue casi el mismo trayecto trazado por las precedentes. Cuando el último de estos trazos preliminares llega a 100 o 150 m por encima del suelo, se establece una unión con los efluvios que suben a su encuentro, y el trazo brillante de retorno (es el relámpago que se ve, porque todo lo anterior ha escapado a la mirada) se eleva entonces hacia la nube por el canal conductor que ha sido establecido por los trazos precedentes, llevando una corriente que puede llegar a los 100000 amperios. Así pues, los deslumbrantes relámpagos que parecen sembrar en la tormenta unas raíces de oro verde, no caen, como suele creerse: ¡suben!