En todas las épocas, el hombre se las ha ingeniado para fabricar máquinas que imitaran los movimientos de los seres vivos. En el antiguo Egipto ya existían estatuillas y juguetes articulados. En la Edad Media aparecieron los jaquemart, figuras que golpean las campanas de los relojes, saludando ceremoniosamente el paso de las horas.
De todos modos, la edad de oro de los autómatas fue, sin duda, el siglo XVIII. Jacques Vaucanson adquirió fama con su Pato, su Flautista y su Tamborilero. No menos famosos son el Escritor, de Frédéric de Knauss; el Músico, de Fierre Jacquet-Droz; el Dibujante, de Jacquet-Droz, hijo; la Concertista de tímpano, de Pierre Kintzing y Roentgen... El Pato, de Vaucanson, era capaz de batir las alas, de nadar, de chapotear, de tragar grano y... de expeler una bolitas de pan como excremento simulado.
En el siglo XIX descolló Robert Houdin con el Prestidigitador, el Funámbulo y el Escritor dibujante. Todos estos autómatas funcionaban mediante una infinidad de muelles, engranajes, paletas, palancas, discos con pernos, tambores de levas, cilindros, vastagos, etc. Eran unos mecanismos muy delicados. En nuestros días, los autómatas han cambiado de aspecto. Ya no tratan de simular la vida, sino de realizar determinadas funciones. Un distribuidor automático de medias de nylon, de sellos de correo o de cigarrillos, no presenta el aspecto de una vendedora o de un empleado... Gracias a los hábiles recursos de la electrónica, los autómatas han llegado a ser, también, máquinas de un alcance asombroso, como por ejemplo las computadoras.