Si el encuentro de Balaklava nos recuerda las gloriosas y románticas gestas del pasado, la batalla de Solferino nos conduce cruelmente a la realidad de una guerra que destruye despiadadamente tanto a hombres como a medios. Junto a la orilla occidental del Mincio se encuentran presentes, aquella mañana del 24 de junio de 1859, el emperador francés Napoleón III, el rey de Cerdeña Víctor Manuel II y el emperador de Austria Francisco José. El ejército franco-piamontés y el austríaco están equilibrados en cuanto al número de hombres, y avanzan el uno contra el otro dispuestos a aniquilarse. La contienda es despiadada, con profusión de combates aislados, pero no por ello menos violentos. Los austríacos, obligados a dividir sus fuerzas, para hacer frente a los italianos en San Martino y a los franceses en Solferino, van perdiendo constantemente terreno. La artillería francesa, que ya desde las guerras napoleónicas constituía el punto fuerte del ejército, desbarata las largas filas blancas de la infantería austríaca.
La batalla arrecia encarnizadamente, pero al final, bajo el empuje de los zuavos argelinos, Francisco José se ve obligado a ordenar la retirada más allá del Mincio. Sobre el campo de batalla quedan más de 40.000 hombres. Napoleón se apresura a proponer un armisticio a los austríacos, quienes lo aceptan de buen grado. El banquero suizo Henri Dunant. que se encontraba accidentalmente en el campo de batalla de Solferino, queda tan hondamente impresionado ante aquel destrozo de vidas humanas que empieza a concebir los principios que constituirán el origen de la Cruz Roja Internacional. De una terrible matanza nacía el sentido de la solidaridad humana.