La invención de la bicicleta

   Hasta 1790, todos los vehículos de dos ruedas las tenían paralelas. Por aquella fecha, el conde de Sivrac ideó un vehículo que no tenía las ruedas una junto a otra, sino una detrás de otra y unidas por una pieza de madera sobre la cual podía uno sentarse. Para avanzar, sólo era preciso golpear alternativamente el suelo con uno y otro pie, y no había que tener las manos agarradas a una barra vertical. El señor de Sivrac bautizó su ingenio con el nom­bre de celerífero; es decir, "que transporta rápidamente", con celeridad. Cuando, bajo el Directorio, los "Incroyables" se encapricharon de aquella máqui­na, embellecieron su travesaño y lo convirtieron en caballo, serpiente o león, y cambiaron su nombre: el celerífero se transformó en velocífero. También se lla­maron a sí mismos velocípedos, término que pronto pasó a designar a la propia máquina.
En abril de 1818, los habitantes de París pudieron ver en el jardín de las "Fullerías cómo el barón Drais von Sauerbronn evo­lucionaba sobre un velocípedo con di­rección móvil, del cual era inventor. La draisiana causó sensación instantánea­mente, tanto en Francia como en Inglate­rra. El biciclo se pondría en boga nueva­mente en 1855, gracias a la idea que tuvo un carrocero, Francois-Pierre Michaux, de adaptar unos pedales al eje de la rueda delantera. A partir de entonces, la velocidad de desplazamiento dependía del diámetro de aquella rueda. Para au­mentar su desarrollo se pensó, natural­mente, en hacer mayor dicho diámetro, y así nació aquel monstruo de disimetría denominado gran bi, el cual, al menor tropezón, hacía morder el polvo a su ca­ballero.

   En 1879, el inglés Lawson descubrió que se podía transmitir, por medio de una ca­dena, el movimiento de los pedales al eje de la rueda trasera, y unió las dos ruedas mediante un cuadro que servía de soporte a un manillar, una horquilla delantera, unos pedales y un sillín. La rueda delan­tera seguía siendo de gran tamaño. J. K. Starley igualó las dos ruedas: su "Rover", aparecida en 1885, ya era como nuestra bicicleta. Quedaba por inventar el piñón libre, que permite inmovilizar los pedales durante la marcha. Y también faltaba equi­par la máquina con frenos y con un cam­bio de velocidades, que pone a disposición del ciclista varios desarrollos para dosi­ficar su esfuerzo según el perfil de la ca­rretera sobre la cual se corre. Finalmente, gracias a unas aleaciones ligeras pero de gran resistencia, la bicicleta ha ido per­diendo peso al mismo tiempo que ha ganado en solidez.