¿Quién fue un genio del pen­samiento universal sin nece­sidad de moverse en toda su vida de la pequeña ciudad donde nació?

   Immanuel Kant, uno de los más grandes pensadores de la filosofía moderna, nació en 1724 en la ciudad de Kónigsberg, que tan sólo abandonó, a lo largo de su vida (du­rante un corto período en el que ejerció como profesor en una pobla­ción cercana. Bajo de estatura y po­co agraciado físicamente, era pun­tual hasta tal extremo que los habi­tantes de su ciudad podían saber la hora exacta atendiendo a las entra­das y salidas del filósofo. Kant quiso estudiar las posibilidades de conocer la realidad. Poco antes que él, los empiristas ingleses habían afirmado que no es posible conocer la verdad de las cosas, pues sólo poseemos los datos que nos pro­porcionan los sentidos, y éstos pueden engañarnos. Kant creía que el pensamiento sí podía captar las cosas, pero tal como aparecían en él, esto es, como fenómenos. Para él el pensamiento era algo activo en el que se mezclaban dos cosas: lo que se le aparecía y algo que ponía el propio pensamiento. Lo que se nos aparece es un caos de sensaciones acerca de la materia y nosotros de­bemos ordenarlo. Para ello recurri­mos a las nociones de espacio y tiempo que Kant llama formas a priori de la sensibilidad. Así, el fenó­meno es una cierta materia ordena­da. Esos fenómenos individuales deben ser, a su vez, clasificados se­gún una serie de categorías del en­tendimiento que son los distintos modos de ser de las cosas. Kant se interesó asimismo por problemas morales. Pensaba que, en los fenómenos físicos, a toda causa le sigue necesariamente un efecto. Pero existen otro tipo de efectos que no son necesarios, sino que aparecen porque las causas quieren que se produzcan. A este último tipo pertenecen los hechos morales, que son un producto de la voluntad libre del hombre. Para que exista entonces el bien supremo, debe haber una regla absoluta a la que llamó imperativo categórico, y que puede expresarse así: Actúa como si desearas que todo lo que haces se convirtiera en ley universal de la naturaleza. Su preocupación por la libertad humana le llevó a in­teresarse también vivamente por los sucesos de la Revolución France­sa. Al final de su vida, los muchos años hicieron perder facultades mentales a quien había sido el ma­yor genio de su tiempo. Como se daba cuenta de ello, y era muy or­gulloso, apuntaba cuidadosamente los temas de los que había hablado con sus amigos, para no repetirse. En 1804, murió en el mismo lugar en que había nacido.