Teócrito y sus "idilios"


   Idilio es un vocablo de origen griego con el que se designa la composición poética tierna y delicada­mente amorosa desarrollada en un medio pastoril o campestre. Pero en griego, significaba algo más simple: euadrito, pequeño cuadro de vida. Parece que el siracusano Teócrito era uno de los discípulos de Filetas de Cos, el cultivador de la elegía culta. En la isla de Cos, y en aquel ambiente literario, el poeta de Siracusa y algunos compañeros suyos for­maron un grupo de boukóloi o pastores, cultivadores un tanto artificiosos de un nuevo e interesante géne­ro de poesía en el siglo ni antes de Jesucristo.

   Sin embargo, los 30 Idilios de Teócrito son algo excepcional y extraordinario, verdadera poesía líri­ca que traza los perfiles de un camino que habrán de recorrer Virgilio, Garcilaso de la Vega y otros muchos. El poeta griego lleva al campo las costum­bres y maneras refinadas de la ciudad, pero no ol­vida la noble sencillez campesina, por lo que el ar­tificio queda reducido al mínimo y el encanto se conserva. ¿Los escribió su autor en su juventud, en la época de sus estudios en Cos? ¿Nació en Cos y no en Siracusa? Problemas son éstos que no están resueltos definitivamente. Pero con seguridad, nos encontramos ante el caso del joven que produce algo no superado ya en el resto de su existencia.

   La mitología desciende al campo desde el Monte Olimpo y se humaniza; dioses y héroes hablan y sienten como pastores, y los pastores discurren y se comportan con maneras ciudadanas. Algunos idilios son excepcionalmente deliciosos como Los Pescado­res, Las Siracusanas, El Cíclope, etc. El poeta habla de los mitos de Hércules o de los Dióscuros con la misma naturalidad y soltura con que nos presenta a dos amigas habladoras en las fiestas de Adonis (Las Siracusanas) o a una mujer (Simeta) que se lamenta del abandono en que la tiene su amante; por cierto que en este último caso, uno de los versos se repite con cierta regularidad a guisa de estribillo:

   Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   Del resto de su obra, conservamos algunos epi­gramas que están muy lejos de superar o alcanzar el encanto lírico de los cuadros bucólicos.

   Veamos cómo nos describe un cuadro campestre el sin igual poeta en el idilio VII:

   Allá arriba, las cumbres mecían en el aire
   sus álamos y chopos. De una cercana gruta,
   salía el arroyo sagrado de las Ninfas.
   En el boscaje umbroso, la morena cigarra
   se afanaba cantando; y más lejos,
   entre las zarzamoras, piaba la calandria
   y la alondra cantaba y el jilguero gemía,
   sollozaba la tórtola y una lluvia de abejas
   se abatía girando por la fuente.
   Del todo, se exhalaba la fragancia
   del pingüe estío y del primer otoño.
   A nuestros pies, las peras, y junto a nosotros
   oíamos caerse a las manzanas.
   Y las ramas, cargadas de ciruelas,
   hasta tocar el suelo se curvaban.