Descubrimiento de los rayos ultravioletas

   En 1801, un químico ale­mán llamado Juan Guillermo Ritter, al realizar ex­perimentos con el cloruro argéntico y un prisma, observó que colocando esta substancia en los di­versos colores del espectro, se ennegrecía en cada uno de ellos. En el rojo, se producían muy escasas alteraciones, pero en cambio, hacia el extremo de la franja violeta, la sal metálica se ennegrecía cada vez más. Ritter, entonces, colocó una muy pequeña can­tidad de dicho cloruro en la zona obscura que se extiende precisamente más allá del violeta.
   El resultado fue, realmente, un misterio, porque el cloruro argéntico se ennegrecía muy rápidamente, como si una mano invisible lo hubiera estado cu­briendo con una espesa capa de hollín. Ritter aca­baba de descubrir una potente e invisible radiación situada más allá de la luz de color violeta del es­pectro solar.
   Los físicos dieron a estas radiaciones el nombre de ultravioletas, con lo que quisieron significar que estaban situadas más allá del color violeta; descu­brieron que, en muchos aspectos, eran análogas a la luz; sus ondas se transmiten a razón de 300 000 ki­lómetros por segundo, es decir, con velocidad igual a las luminosas, pero se diferencian de ellas en que, además de ser invisibles, su frecuencia y su longi­tud de onda son distintas. En la luz invisible, se producen setecientos cincuenta mil millones de ondu­laciones por segundo (o sea, una frecuencia de sete­cientos cincuenta millones de kilociclos). Las vi­braciones de frecuencia aún mayor constituyen las radiaciones ultravioletas, que llegan a ser mil veces mayores que las de la luz: sesenta y siete billones de ondas por segundo.
   Durante el siglo XIX, los físicos utilizaron como manantiales de radiaciones ultravioletas los rayos del Sol y la chispa y el arco eléctricos. Cooper Hewitt, de Nueva York, inventó, en 1901, un método nue­vo de producción de rayos ultravioletas al hacer pasar una corriente eléctrica a través de un tubo de cuarzo lleno de vapores de mercurio. Es éste, hasta ahora, el aparato más potente para producir radia­ciones ultravioletas. Las nuevas investigaciones, al progresar, descubrieron gradualmente nuevas aplica­ciones de los invisibles rayos.
   Largos estudios condujeron al descubrimiento de que esos rayos producían la vitamina D en el cuerpo humano. Su radiación actúa sobre una substancia grasa que se encuentra por debajo de la epidermis, llamada ergosterol, y la convierte en vitamina D. Esta vitamina contribuye a la asimilación del calcio, el fósforo y otras substancias minerales que existen en la ración alimenticia, y así, contribuye a que los dientes y los huesos estén sanos y bien constituidos.
   Actualmente, muchas substancias alimenticias con­tienen la vitamina D, que los químicos especializados en la alimentación, obtienen en los alimentos irra­diados por rayos ultravioletas. Ciertos lipoides que contienen algunos de ellos, como los cereales, grasas, aceites y la leche, se transforman por la acción de dichos rayos en vitamina D.
   Se ha comprobado que las radiaciones ultraviole­tas son poderosos germicidas. Por eso, el refrigera­dor de su carnicero, quizás, esté iluminado con luz verde, emitida por una lámpara germicida ultravio­lada (la luz verde no es la que posee este poder destructor; lo que sucede es que se produce simul­táneamente con los rayos ultravioletas invisibles). En las salas de operaciones de sanatorios, clínicas y hos­pitales, se mantiene estéril el ambiente que rodea al paciente por medio de lámparas que irradian rayos ultravioletas. Las radiaciones parecen transmitir a los tejidos vivos sus rápidas vibraciones, que los destruyen y disgregan, finalmente, en pequeños fragmentos, como un edificio de ladrillos al empuje de fuerte terremoto. Las carnes mejoran por me­dio de los rayos ultravioletas, pues proyectando so­bre ellas una lámpara que los irradie, se destruyen los gérmenes de su superficie y se evita que continúe el avance del proceso de su descomposición.
   Los fotógrafos se sirven de dichos rayos para muchos fines. No pasan a través del vidrio de las lentes ordinarias, pero las lentes de cuarzo los dejan pasar, y como las placas y películas fotográficas son muy sensibles a ellos, es posible tomar fotografías en la obscuridad de la noche, por reflejarse las ra­diaciones ultravioletas (luz negra) de una lámpara que los emita sobre los objetos que las reciben.


Fluorescencia ultravioleta
Los hombres de ciencia afirman que es posible identificar cualquier género de materiales por la fluorescencia que irradian al reflejar estos rayos. La fluorescencia se produce porque la elevada fre­cuencia de las radiaciones ultravioletas excita los átomos de los materiales al ser heridos por ellas, los cuales, al vibrar, comienzan a emitir ondas cuya frecuencia es distinta, según los diferentes elemen­tos, pero siempre de frecuencia inferior a la de las radiaciones ultravioletas, por lo que se percibe su brillo, ya que entonces su frecuencia corresponde a la de la luz visible.
   La policía aplica la fluorescencia ultravioleta al descubrimiento de la falsificación de documentos. Averigua las diversas clases de tintas empleadas para escribirlos, por sus distintas fluorescencias. Los fa­bricantes de tejidos se sirven de estos rayos para reconocer y diferenciar unos de otros los distintos materiales de sus tejidos, y se suelen identificar por su fluorescencia ultravioleta las piedras preciosas y los metales. Hasta los dentistas se sirven de ellas para comprobar si un diente o muela está vivo o muerto: los primeros fluorescen, y los segundos, no.



El cuerpo humano y los rayos ultravioletas
Las lámparas solares que se emplean en habita­ciones o recintos cerrados sirven para gozar dentro de las casas de los beneficios de los rayos ultravio­letas en los días grises del invierno. Estos rayos, como los solares, hieren al cuerpo humano y provo­can en la piel el aumento del pigmento obscuro melánico que le da el color tostado que producen los del Sol, y transforman el ergosterol que se encuen­tra debajo de la piel en vitamina D.
   Pero esas lámparas han de ser empleadas con pre­caución porque si sus rayos son demasiado intensos o el cuerpo está expuesto a ellos durante largo tiem­po, destruyen las células de la epidermis, las cuales, a su vez, producen substancias de desecho o excre­ción, que al penetrar en el torrente sanguíneo, cau­sarán enfermedades o favorecerán las infecciones.