El siglo del Barroco


   El siglo XV se caracterizó por la fina elegancia y mesura de sus manifestaciones artísticas. El siglo XVI lo siguió con su alegría y esplendor, hasta que por fin, el XVII surgió rodeado de boato y fastuosi­dad. En aquel tiempo, eran los españoles amantes de ceremonias pomposas y de actitudes excéntricas y teatrales quienes imponían el tono en Europa. Si­guiendo su ejemplo, los habitantes de otras naciones del viejo continente se aficionaron a la vestimenta ri­ca y complicada, y al hablar ampuloso. Se puso muy en boga poseer decenas de títulos nobiliarios, salu­darse con las expresiones más ceremoniosas y escri­bir con frases rebuscadas y rimbombantes.
   La Iglesia Católica, que salía por aquellos días fuerte y victoriosa de las luchas de la Contrarrefor­ma, levantaba lujosos templos para celebrar sus triun­fos, y los artistas se prodigaban a fin de hacer de es­tos santuarios obras grandiosas y espectaculares. Adornaban las fachadas con decoraciones macizas y embellecían los interiores con dorados, bronces, már­moles, estatuas y grandes pinturas. La poesía, la mú­sica, el teatro, el moblaje, la vestimenta, todas las artes y manifestaciones públicas y privadas de la vi­da, se contagiaron de este frenesí de renovación, y ofrecieron así trabajos cada vez más ricos y sorpren­dentes.
De esta suerte, nació en Italia y floreció, princi­palmente en Roma, para difundirse luego por el mun­do, aquel estilo de las artes y de las costumbres cono­cido como "barroco".
   Nobles damas y señores, altos dignatarios de la Iglesia, embajadores y magistrados acudían a los pa­lacios de los gobernantes para asistir a fiestas en cuyo transcurso los poetas leían sus últimas compo­siciones, los artistas tocaban en el clavicordio las arias de los primeros melodramas y se bebían el café y el chocolate, las exquisitas novedades que España impor­taba de sus colonias del Nuevo Mundo.



   POESÍA BARROCA
   Ni siquiera la poesía, se­gún se ha dicho, permaneció extraña a esta pasión por las formas extravagantes.
   Para demostrar el caudal de su imaginación y para asombrar a toda costa a los lectores, los poetas de aquel tiempo se dedicaron a flo­rear sus escritos con las más extrañas imágenes y rebusca­das metáforas. Hubo quienes en sus versos llamaron a las nubes "colchones de cielo", otros definían al cielo como "sartén" y a la luna como "gran tortilla"; para hablar de las estrellas se las llama­ba "agujeros de plata del ce­dazo celeste"; no faltó quien, para referirse a una dama amante del peinado, escribió: "con el rastrillo de marfil ara y cultiva". Naturalmente, cuantas más figuras audaces e imprevistas empleaba el poeta, mayor se con­sideraba su talento. Las poesías se transforma­ron así en fuegos de artificio de estrafalarias metáforas; daremos aquí una pequeña muestra. Para exaltar las hazañas guerreras de un prín­cipe, un poeta llevado por el énfasis decía: "a tus bronces (cañones) servirá de bala el mun­do", y hasta pretendía que los mismos "sudaban fuego"; otro definía al volcán Etna como "ar­cipreste de las montañas que con la sobre­pelliz de la nieve inciensa las estrellas".
   Aun cuando resulta en extremo difícil hallar en estas composiciones algo que pudiera consi­derarse verdadera poesía, los poetas de aquel tiempo lograban, sin embargo, la admiración de sus contemporáneos