Martín Fierro (José Hernández)


   Los gauchos son los pastores de ganado de la pampa argentina, esa inmensa llanura americana en la que se pierden de vista los trigales y los maizales, y en la que el horizonte solo rompe su línea recta cuando pasa un caballo y un gaucho que lo monta. Los gauchos tienen fama de ser buenos jinetes: saben echar el lazo a un caballo salvaje, montarlo y domarlo; los gauchos hacen de todo: labran la tierra, siegan las mieses y además cantan; cantan sus penas con voz cadenciosa, una guitarra y algún compañero que a veces escucha y a veces acompaña. Los gauchos estan hoy desapareciendo, pero su canto desgarrado, de hombres sin esperanza, ha llegado hasta nosotros. Escuchémoslo:

Yo no soy un cantor letrao, 
mas si me pongo a cantar 
no tengo cuando acabar 
Y me envejezco cantando: 
las coplas me van brotando 
como agua de manantial. 
Soy gaucho, y entiéndanlo 
como mi lengua lo explica: 
para mi la tierra es chica 
Y pudiera ser mayor; 
ni la víbora me pica 
ni quema mi frente el sol. 
Ricuerdo que maravilla! 
como andaba la gauchada, 
siempre alegre y bien montada 
Y dispuesta pa el trabajo; 
pero hoy en dia... ¡barajo! 
no se le ve de aporriada (1). 
Tuve en mi pago en un tiempo 
hijos, hacienda y mujer, 
pero empecé a padecer, 
me echaron a la frontera. 
¡Y que iba a hallar al volver! 
tan solo halle la tapera (2).

   A este gaucho lo llevaron a la fuerza a la frontera, a luchar con quien no conocía; y un día huyó del campamento y volvió a su tierra, pero no encontró ni familia ni bienes; juro vengarse y se convirtió en un gaucho peleón, bebedor y criminal. La policía lo persigue, pero consigue huir, y pasa los años recorriendo la pampa, malviviendo, hasta que, ya mayor, se acuerda otra vez de aquella tierra en que nació, y vuelve con los suyos.
   Estos versos del gaucho pertenecen a un bello poema llamado Martín Fierro, que es el nombre del gaucho que canta su vida y desventuras. Están escritos por un argentino, José Hernández, en lengua gauchesca, que hoy ya se ha perdido.
   José Hernández nació en San Martín, provincia de Buenos Aires, en 1834. Su obra más célebre es el Martín Fierro, pero escribió también otro poema llamado Vida del Chacho, y numerosos articulos. Murió en 1886, en Buenos Aires.


(1) Golpeada.
(2) Ruinas.

La guerra de los mundos de H. G. Wells

(Fragmento) 

  Una noche, de madrugada, los hombres descubren en el firmamento una extraña luz:
   La contemplaron centenares de personas que la creyeron una estrella errante, Idéntica a las otras. En la descripción de Albin se había de un rastro grisáceo que dejaba el meteoro, y que resplandecía algunos segundos. Deming, nuestra autoridad más reputada en meteoritos, atestigua que la altura de su primera aparición fue de 140 a 160 kilómetros. Le pareció que había caído a unos 150 kilómetros al este.
   Pero ¿se trataba realmente de un meteoro? Al día siguiente, poco después de que amaneciera, un hombre se dirige hacia el lugar donde supone que ha caído el meteoro.
El hombre, con el animo suspenso, se acerca al enorme objeto, que tiene un diámetro de 25 a 30 metros.
   Permaneció de pie al borde del agujero, extrañándose del raro aspecto del cilindro, desconcertado sobre todo por la forma y el color, que no eran los de otros meteoritos y percibiendo vagamente, aun entonces, ciertos indicios de que pudiera ser intencionada esta caída. No recordaba haber oído cantar los pájaros aquella madrugada; no había brisa: los únicos ruidos que oía eran los débiles chasquidos de la masa cilíndrica. Estaba solo en la llanura...
   De pronto, estremeciéndose, el hombre advierte que la cima circular del cilindro gira lentamente. Comprende por fin que el cilindro es artificial —hueco— y que alguien, desde el interior, trata de destornillar la tapa... Pocas horas después, ante un horrorizado grupo de personas, se desvela el misterio...
   Una masa grisácea y redonda, del tamaño de un oso, se alzaba lenta y trabajosamente hacia fuera del cilindro. Cuando le dio la luz plena, brillaba como cuero humedecido. Dos colosales ojos oscuros me miraron con fijeza. La redonda masa tenia un rostro, si vale esta palabra. Había bajo los ojos una boca cuyos bordes sin labios, temblorosos y palpitantes, segregaban saliva. Suspiraba y latía el cuerpo convulsivamente... Un apéndice tentacular, delgado y blando, se asió del borde del cilindro y otro se balanceó en el aire.

   Wells, autor de La maquina del tiempo. La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos, novela a la que pertenecen los fragmentos que anteceden, está considerado como un precursor de la literatura de ciencia ficción.
   Herbert George Wells nació en Bromley, Kent (Inglaterra), en 1868. Estudió ciencias físicas y naturales antes de dedicarse a escribir. Falleció en 1946.

Los ejércitos de la época feudal



   Los ejércitos de la época feudal eran un conglomerado de hombres donde cada cual, en vez de obedecer y colaborar en la victoria, miraba exclusivamente su propio interés, o sea, trataba de salir vivo de la guerra con un rico botín, aunque fuera obtenido en perjuicio de los que combatían con él. Estos ejércitos generalmente estaban compuestos por tres milicias diferentes, casi nunca de acuerdo entre ellas.
   Milicias de la corona. Integradas por vasallos y súbditos directos del soberano. Eran, en consecuencia, sus tropas de más confianza.
   Milicias feudales. Compuestas por caballeros que los señores debían suministrar al soberano cuando este se hallaba empeñado en alguna guerra. Eran guiados por el mismo señor; pero a menudo este consideraba ccnveniente la derrota de su propio soberano, porque la debilidad del rey le significaba una mayor independencia. Es de imaginar, pues, cuán poca confianza podía tener el soberano en tales milicias.
   Milicias mercenarias. Eran bandas de hombres armados que luchaban a sueldo con el único propósito de acrecentar la soldada mediante el fruto de los saqueos.
   Con ejércitos así constituidos, no es de sorprender que los soberanos debieran realizar enormes esfuerzos para tener ordenadas y acordes sus propias fuerzas, y que algunas veces debieran renunciar a la prosecución de una guerra. A propósito, basta pensar en las numerosas y a menudo infructuosas campañas realizadas por los emperadores y reyes contra las ciudades sublevadas, enemigas del poder central.



   ¿CÓMO ERA EL FUEGO RÁPIDO EN EL MEDIOEVO?
   PARA obtener "fuego rapido", es decir, para disparar sobre el enemigo muchos proyectiles en breve tiempo, los ejércitos modernos se sirven de ametralladoras, Los ejércitos medievales empleaban, con ese objeto, el cuerpo de "arqueros", Un arquero hábil podía arrojar de diez a doce flechas por minuto: ¡una cada cinco segundos! Considerese el terrible efecto que podía obtener una compañía compuesta de algunos centenares de estos soldados, lanzando flechas a ese ritmo. Era como para "obscurecer el sol",según decían los antiguos. Pero la existencia de un cuerpo "especializado" como el de arqueros, era posible solo en un ejército estable y bien organizado. Pues, bien, en el Medioevo se llegó a esto no tan fácilmente ni pronto. Los siglos de desorden que siguieron a las invasiones Bárbaras habían puesto en desuso todas las prácticas del arte militar aplicadas por los antiguos, y, especialmente, habían hecho desaparecer todas las autoridades que pudieran reunir y mantener ejércitos numerosos y permanentes. Ni la época feudal, ni la comunal, ni el tiempo de los señoríos, ofrecieron las condiciones adecuadas para la formación de ejércitos estables y bien adiestrados. Para que reaparecieran estas condiciones debió aguardarse el nacimiento de nuevos grandes Estados.