Sin embargo, los 30 Idilios de Teócrito son algo excepcional y extraordinario, verdadera poesía lírica que traza los perfiles de un camino que habrán de recorrer Virgilio, Garcilaso de la Vega y otros muchos. El poeta griego lleva al campo las costumbres y maneras refinadas de la ciudad, pero no olvida la noble sencillez campesina, por lo que el artificio queda reducido al mínimo y el encanto se conserva. ¿Los escribió su autor en su juventud, en la época de sus estudios en Cos? ¿Nació en Cos y no en Siracusa? Problemas son éstos que no están resueltos definitivamente. Pero con seguridad, nos encontramos ante el caso del joven que produce algo no superado ya en el resto de su existencia.
La mitología desciende al campo desde el Monte Olimpo y se humaniza; dioses y héroes hablan y sienten como pastores, y los pastores discurren y se comportan con maneras ciudadanas. Algunos idilios son excepcionalmente deliciosos como Los Pescadores, Las Siracusanas, El Cíclope, etc. El poeta habla de los mitos de Hércules o de los Dióscuros con la misma naturalidad y soltura con que nos presenta a dos amigas habladoras en las fiestas de Adonis (Las Siracusanas) o a una mujer (Simeta) que se lamenta del abandono en que la tiene su amante; por cierto que en este último caso, uno de los versos se repite con cierta regularidad a guisa de estribillo:
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.
Del resto de su obra, conservamos algunos epigramas que están muy lejos de superar o alcanzar el encanto lírico de los cuadros bucólicos.
Veamos cómo nos describe un cuadro campestre el sin igual poeta en el idilio VII:
Allá arriba, las cumbres mecían en el aire
sus álamos y chopos. De una cercana gruta,
salía el arroyo sagrado de las Ninfas.
En el boscaje umbroso, la morena cigarra
se afanaba cantando; y más lejos,
entre las zarzamoras, piaba la calandria
y la alondra cantaba y el jilguero gemía,
sollozaba la tórtola y una lluvia de abejas
se abatía girando por la fuente.
Del todo, se exhalaba la fragancia
del pingüe estío y del primer otoño.
A nuestros pies, las peras, y junto a nosotros
oíamos caerse a las manzanas.
Y las ramas, cargadas de ciruelas,
hasta tocar el suelo se curvaban.