Cuando, en 1879, el ingeniero Marcelino de Sautuola descubrió las pinturas rupestres de la Cueva de Altamira, casi ninguna autoridad en ciencia prehistórica quiso reconocer que obras de tal perfección y belleza fueran la creación de unos hombres que vivieron en el paleolítico. Tales autoridades científicas eran por entonces francesas y tuvo que ocurrir que se descubrieran en 1901 en Francia, concretamente en Dordoña, otras cuevas con pinturas semejantes a las de Altamira, para que la ciencia comenzara a admitir su equivocación: existió, efectivamente, un arte rupestre paleolítico muy extendido por España y Francia, en el que predomina la representación polícroma de figuras de animales ya extinguidos en estas regiones, pero abundantes entonces. Del centenar largo de cuevas que contienen restos de este arte, Altamira, además de ser la primera explorada, es la que sin duda alcanza una riqueza mayor en cuanto a contenido. En cierto modo es explicable que al principio los científicos desconfiaran de su autenticidad prehistórica. El aceptar la antigüedad de tales pinturas suponía reconocer una capacidad intelectual en el hombre prehistórico que no casaba con la imagen casi infrahumana que se tenía de él. ¿Quién, cómo y por qué pintó en Altamira? Cabe pensar, según los historiadores, que las cuevas de este tipo tenían un carácter de santuario para el hombre paleolítico, y la representación de animales un sentido ritual: probablemente comenzaban a escasear y el hombre los pintaba porque deseaba cazarlos, pensando vivir luego en la realidad lo allí representado. No es aventurado pensar que unos especialistas en un arte que, por su perfección, tuvo que ser transmitido de padres a hijos o de maestros a discípulos, se retiraran a los lugares más recónditos de la cueva (muchas veces aparecen pinturas en los sitios menos accesibles) y allí, aislados, a la luz de antorchas, realizasen su tarea. Empleaban colorantes tales como ocres minerales mezclados con sangre, huevos y grasas animales, que posiblemente aplicaban con fibras vegetales a modo de pincel, o simplemente con el dedo, y los tonos iban del negro al blanco pasando por los rojizos y ocres predominantes. En los casos de grabados y relieves se aprecia que manejaban el buril con sorprendente habilidad y seguridad en los trazos. Altamira tiene una longitud total de 270 m., con un trazado irregular de varias salas y galerías, en las que destacan las representaciones de bisontes, ciervos, jabalíes y algunas manos. Por su variedad y por la riqueza de su policromía, Altamira representa el momento culminante del arte paleolítico. Es evidente que allí, independientemente de una mentalidad mágicorreligiosa, se desarrolló un arte, una escuela artística al servicio de aquella primitiva cultura. Y es evidente que si Altamira es, como se la llama justamente, la Capilla Sixtina del arte cuaternario, vivió y trabajó allí un anónimo Miguel Ángel paleolítico.