El peinado, a pesar de su antigüedad, no se encuentra en los pueblos más primitivos. Probablemente, el hombre de los primeros tiempos del Paleolítico no lo usaba; en cambio, se encuentran ya
representaciones muy curiosas que no ofrecen la menor duda de que las gentes del final del Paleolítico que poblaron el Levante español lucían tocados o se peinaban de un modo complicado y extravagante. Las figuras de Alpera, Valltorta, Cogul y otras lo demuestran.
La falta de peinado y ornamentación capilar persiste aún en ciertos salvajes actuales; algunos pigmeos de pelo crespo, determinados pueblos australianos, los vedas de la India, de cabellos ondulados, y los fueguinos, de cabellos lacios, no usan el menor aliño para el arreglo ni ornato de sus cabelleras. Es curioso observar cómo rápidamente, entre los pueblos salvajes, el tocado adquiere singular complicación; en un principio, se limita a una cinta o manojo de fibras que sujeta el cabello e impide que caiga sobre la cara y los ojos; pronto, sin embargo, se complica hasta el extremo de que para la descripción de los peinados que usan los africanos, se necesitaría un volumen muy extenso.
El adorno de la cabeza evoluciona hasta convertirse en sombrero. Así, el penacho de plumas de los aztecas o de los indios siux e iroqueses llegó a constituir una verdadera cubierta de la cabeza; las cintas de los araucanos y patagones se convierten en diademas de piel de guanaco que lucen los onas; las fajas de los jíbaros y las correas de pieles de los indios del Norte, en el capuchón de los esquimales. Es probable que las fibras vegetales dieran origen a los sombreros de paja trenzada de tantos aborígenes de América. Entre los indios de América, encontramos algunos grupos, como el de los seminólas, que llevaban la cabeza rasurada como las gentes del antiguo Egipto y los fellahs actuales.
La necesidad de recogerse el pelo dio nacimiento a la trenza, que a su vez, se recoge y da origen al moño, con valor ornamental diverso, como el alto de las groenlandesas, el de picaporte de la castellana, la rosca de las mañas de Aragón, el rodete que se usa en tantas otras regiones de España, ya dispuesto en la parte de atrás, como la chufa de las huertanas de Valencia, o a los lados, como también es corriente en Levante y en la mujer charra; y por fin, el moño bajo de la gitana y la andaluza.
El peinado se complica con los más diversos accesorios: los peinecillos de las andaluzas, la peineta de concha española, la redecilla de las catalanas o de las majas, el sombrero de las ibicencas, canarias, y el de las mozas de Montehermoso, en la provincia de Cáceres, el rabosillo de la mujer balear o las complicadas cofias de las bretonas y alsacianas.
En determinadas épocas, ha tenido un sentido artístico, como en la antigua Grecia, lleno de gracia y sencillez; en el siglo XVIII, en que adquirió una enorme complicación, que armonizaba tan bien con la pompa de la época; o en los tiempos románticos, en que lucía un estudiado desaliño.
En ocasiones, el peinado masculino ha competido en complicaciones con el de la mujer, y a veces, ha tenido curiosas y absurdas derivaciones, como las complicadas pelucas que tuvieron su apogeo en los siglos xvn y xvm, tan usadas en la corte de Luis XIV y Luis XV de Francia, para quedar reducidas al peluquín, con su ridícula coleta, de la época de Luis XVI. A pesar de la falta de sentido que este adorno tiene en la época moderna, aún perdura en jueces y magistrados de los tribunales ingleses o en los palafreneros, lacayos y cocheros que lucen pelucas a la Federica en las cortes europeas.
En la época moderna, hemos asistido a las más variadas modificaciones del peinado, desde el de principios de siglo, cuidado y relamido, en que estaban de moda las abundantes cabelleras, hasta la melena reducida al mínimo en el peinado a lo garsón (expresión de origen francés: a lo muchacho), para volver más tarde al moño, los rizos y los bucles, con las más diversas y variadas disposiciones.