El aire tiene también su peso, y al igual que todos los demás cuerpos ejerce una presión, por efecto de la gravedad, sobre la superficie terrestre. A muchos científicos se les ocurrió la idea de medir esta presión, pero quien primero lo consiguió fue Galileo Galilei, utilizando para ello un tubo muy largo y cerrado por uno de sus extremos. Lo llenó completamente de agua, e introdujo el extremo abierto en un recipiente lleno de agua: el líquido del tubo descendió, deteniéndose a diez metros de altura. Algunos años más tarde, Evangelista Torricelli, alumno de Galileo, quiso repetir el experimento con un líquido mucho más pesado que el agua, es decir, con mercurio. El mercurio ascendió por el tubito hasta 76 centímetros. El nuevo aparato recibió la denominación de barómetro (en griego,
baros significa peso y
metron medida). Torricelíi se percató muy pronto de que la columna variaba de altura de acuerdo con las variaciones de presión. Más moderno es el barómetro aneroide (
a = sin;
neros = líquido), consistente en una caja de acero en la que se ha hecho el vacío: la presión exterior desplaza hacia dentro o hacia fuera una de sus caras, actuando sobre una manecilla que indica los desplazamientos en una esfera graduada, señalando así las variaciones de presión y su intensidad. Este tipo de barómetro, llamado también metálico, es menos engorroso, aunque también menos exacto que el de mercurio. Además, antes de ser utilizado, tiene que ajustarse con un barómetro de mercurio.
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