Historia de los tocados


Tocados y peinados. Hay quien ha dicho que no hay idea, por ab­surda y estrafalaria que sea, que no haya tenido acogida en la men­te de un filósofo; del mismo modo, podemos asegurar que no ha exis­tido extravagancia, excentricidad, objeto caprichoso, ridículo o raro que no haya servido para adornar la cabeza del hombre o de la mujer, tan dados a las más extrañas ideas y estrambóticos contrastes. Las brillantes plumas del ave, las más pulidas conchas del mar, los agudos dientes de las fieras, los pintados abalorios, vistosas piedrecillas o el hueso del odiado enemigo han ser­vido al salvaje africano, al de Australia o al de In­donesia para ornamentar su hirsuta cabellera. Me­chones de pelo, con zonas totalmente rasuradas, alternadas con tufos y penachos, sirven de peinado a muchos indígenas de ciertas cabilas del Rif.

El peinado, a pesar de su antigüedad, no se en­cuentra en los pueblos más primitivos. Probable­mente, el hombre de los primeros tiempos del Paleo­lítico no lo usaba; en cambio, se encuentran ya
representaciones muy curiosas que no ofrecen la menor duda de que las gentes del final del Paleo­lítico que poblaron el Levante es­pañol lucían tocados o se peinaban de un modo complicado y extrava­gante. Las figuras de Alpera, Valltorta, Cogul y otras lo de­muestran.

La falta de peinado y ornamen­tación capilar persiste aún en cier­tos salvajes actuales; algunos pig­meos de pelo crespo, determinados pueblos australianos, los vedas de la India, de cabellos ondulados, y los fueguinos, de cabellos lacios, no usan el menor aliño para el arreglo ni ornato de sus cabelleras. Es curioso observar cómo rápi­damente, entre los pueblos salva­jes, el tocado adquiere singular complicación; en un principio, se limita a una cinta o manojo de fi­bras que sujeta el cabello e impi­de que caiga sobre la cara y los ojos; pronto, sin embargo, se com­plica hasta el extremo de que para la descripción de los peinados que usan los africanos, se necesitaría un volumen muy extenso.

El adorno de la cabeza evoluciona hasta conver­tirse en sombrero. Así, el penacho de plumas de los aztecas o de los indios siux e iroqueses llegó a cons­tituir una verdadera cubierta de la cabeza; las cin­tas de los araucanos y patagones se convierten en diademas de piel de guanaco que lucen los onas; las fajas de los jíbaros y las correas de pieles de los in­dios del Norte, en el capuchón de los esquimales. Es probable que las fibras vegetales dieran origen a los sombreros de paja trenzada de tantos aborígenes de América. Entre los indios de América, encon­tramos algunos grupos, como el de los seminólas, que llevaban la cabeza rasurada como las gentes del antiguo Egipto y los fellahs actuales.

La necesidad de recogerse el pelo dio nacimiento a la trenza, que a su vez, se recoge y da origen al moño, con valor ornamental diverso, como el alto de las groenlandesas, el de picaporte de la castellana, la rosca de las mañas de Aragón, el rodete que se usa en tantas otras regiones de España, ya dispuesto en la parte de atrás, como la chufa de las huertanas de Valencia, o a los lados, como también es corriente en Levante y en la mujer charra; y por fin, el moño bajo de la gitana y la andaluza.

El peinado se complica con los más diversos ac­cesorios: los peinecillos de las andaluzas, la peineta de concha española, la redecilla de las catalanas o de las majas, el sombrero de las ibicencas, canarias, y el de las mozas de Montehermoso, en la provincia de Cáceres, el rabosillo de la mujer balear o las complicadas cofias de las bretonas y alsacianas.

En determinadas épocas, ha tenido un sentido ar­tístico, como en la antigua Grecia, lleno de gracia y sencillez; en el siglo XVIII, en que adquirió una enor­me complicación, que armonizaba tan bien con la pompa de la época; o en los tiempos románticos, en que lucía un estudiado desaliño.

En ocasiones, el peinado masculino ha competido en complicaciones con el de la mujer, y a veces, ha tenido curiosas y absurdas derivaciones, como las complicadas pelucas que tuvieron su apogeo en los siglos xvn y xvm, tan usadas en la corte de Luis XIV y Luis XV de Francia, para quedar re­ducidas al peluquín, con su ridícula coleta, de la época de Luis XVI. A pesar de la falta de sentido que este adorno tiene en la época moderna, aún perdura en jueces y magistrados de los tribunales ingleses o en los palafreneros, lacayos y cocheros que lucen pelucas a la Federica en las cortes europeas.

En la época moderna, hemos asistido a las más variadas modificaciones del peinado, desde el de principios de siglo, cuidado y relamido, en que es­taban de moda las abundantes cabelleras, hasta la melena reducida al mínimo en el peinado a lo garsón (expresión de origen francés: a lo muchacho), para volver más tarde al moño, los rizos y los bu­cles, con las más diversas y variadas disposiciones.