Trovadores y juglares

EL ALMA POPULAR Y SUS CANTORES
No se sabe desde qué remotos tiempos tuvo el hombre necesidad de la poe­sía. Probablemente, desde el mismo momento en que su ingenió y laboriosidad lo libraron de la brega ininterrumpida por la subsistencia, y por vez primera, abrigado en su cueva y con la carne suficiente para varios días, pudo dedicarse a soñar. Entonces, re­unida placenteramente toda la familia, se contaría una interesante aventura de caza, la primera canción de gesta.
   Ya organizada la sociedad, surgieron los prime­ros narradores profesionales, charlatanes, acróbatas y músicos, que se establecían en las cortes y palacios de los señores o emprendían una vida nómada en busca de un público variado; éste les premiaba sus divertidas exhibiciones con dádivas, regalos o simple hospitalidad.
   En el comienzo de la Edad Media, se empleaban los términos clásicos de histrión o mimo para deno­minar a los que ejercían esta profesión, casi siem­pre de un modo tosco y grosero, lo que les valió ser tachados por los autores eclesiásticos del tiempo de indecorosos. Del teatro romano, así como de los can­tores bárbaros que viajaban narrando sucesos his­tóricos, y de los cultivados árabes, habían, sin duda, heredado sus habilidades estos primeros bufos, que a lo largo de todo el siglo VII, empiezan a ser llama­dos en la Europa central ioculares.
   En seguida, el nombre juglar se vulgarizó;  fue mencionado en España por primera vez a comien­zos del siglo XII, en la corte de León. Como muchos de ellos eran los propios compositores de sus can­ciones, que poetizaban en lengua vulgar, la palabra juglar llegó a significar muchas veces —y en este sentido, se emplea usualmente entre los escritores castellanos del siglo XIII— poeta en lengua romance.
   El juglar, sin embargo, abarcaba toda una serie de habilidades, y desde el poeta que hacía y cantaba sus propios versos, hasta el que recitaba los ajenos, pasando por los que actuaban en acrobatismo, juegos de manos o simples suertes de ingenio y chanza, todos contribuían al fin de recrear y divertir, tanto a la nobleza como al pueblo. Solía el juglar —con el fin de llamar mejor la atención— vestirse con tra­jes de colores vivos y abigarrados, y cambiarse su verdadero nombre por otro que juzgaba más sonoro y acorde con su profesión, ardid usado entre los ar­tistas de todas las épocas. Asimismo, era frecuente —sobre todo, en el siglo XIII— el tipo de la juglaresa, que también errante de corte en corte, divertía al público con su voz, su arte para tañer instrumentos y sus conmovedoras relaciones.
   Aunque eran muy diversas las actividades a que los juglares se dedicaban, solían, sin embargo, especializarse en sus distintos géneros; se dividían principalmente en juglares de gesta o cantores de la poesía heroica y narrativa, y en juglares de la poesía lírica. Ambos solían acompañar su canto o versos con la música de instrumentos de cuerda, tañidos por ellos mismos o por otros que los acompañaban.

Los trovadores
A fines del siglo XII (había surgido en Francia en el siglo anterior), se conoció en España la pala­bra trovador, con que se desig­naba a una clase de juglares ennoblecidos, los cuales eran autores de las poesías que de­clamaban y de la música que las acompañaba, y a veces, su labor se reducía a crearlas y a dejar a los juglares la tarea de su difusión y canto. El trova­dor, situado en un rango socialmente más alto, alcanzó su ma­yor gloria en los siglos XII y XIII, principalmente, en el me­diodía francés.
   No se puede hablar de poesía juglaresca sin mencionar el pe­queño rincón que fue su cuna, y desde el cual, hubo de exten­derse después por toda Europa. Este lugar, la Provenza france­sa, poseía en aquellos tiempos —y posee todavía— una fisono­mía especial, debida sin duda a su constante contacto con las civilizaciones mediterráneas. El ambiente cristiano de la época estaba allí salpicado por diver­sas reminiscencias paganas; lle­gaban incluso los provenzales a imitar bastante la indumentaria de los romanos de la última épo­ca del Imperio. En medio de esta sociedad refinada, en la que florecían la caballerosidad y la galantería, l'art de trobar era practicado lo mismo por trovadores y juglares que por nobles y caballeros; se llegó a alcanzar tal culta perfección, que se cayó últimamente en el artificio. Son los tiempos de las cortes de amor, en que un tribunal de damas juzga y falla sobre diversos litigios amorosos; en que cada caballero expresa a su dama sus sentimientos en ver­so; en que se inventa el más delicado arte del co­queteo y florecen los más bellos poemas líricos.