¿Cómo se descubren tesoros hundidos en el mar?


    En el fondo del Atlántico, a 4 km de pro­fundidad, el doctor Robert Ballard vio ante sí el casco del Titanic. Él y la tripu­lación del minisubmarino Alvin fueron los primeros en ver el gigante del océano des­de que se hundió al cho­car con un iceberg, hace casi 75 años. "Justo fren­te a nosotros había una plancha de acero negro aparentemente intermi­nable, que emergía del fondo: era el enorme cas­co del Titanic", escribió Ballard.
    De la segunda inmer­sión —una de las nueve que hizo en el Alvin du­rante julio de 1986— Ba­llard recuerda: "Estaba yo en el fondo del mar, escudriñando artefactos diseñados y construidos para otro mundo. Mira­ba a través de ventanas por las que otros habían asomado alguna vez; podía ver las cubiertas por donde camina­ron, las habitaciones en que durmieron. Era como aterrizar en Marte para sólo hallar restos de una antigua civilización similar a la nuestra."
    El Titanic se hundió en su primera tra­vesía, a unos 720 km al sur de Terranova, Canadá, el 15 de abril de 1912. De las 2 200 personas que iban a bordo sólo fueron rescatadas 705.
    Apenas en septiembre de 1985, con el auxilio de la tecnología moderna, una expedición francoestadounidense enca­bezada por el doctor Ballard halló el pe­cio de la nave.
    El primer paso para localizar un barco hundido consiste en revisar meticulosamente los archivos históricos para esta­blecer con la mayor precisión posible el sitio del naufragio. A veces se cuenta con fuentes muy fidedignas al respecto. El Mary Rose, buque insignia del rey Enrique VIII de Inglaterra, se hundió en 1545 en aguas relativamente calmadas, a la vista de cientos de personas, entre ellas el propio monarca. AI salir al en­cuentro de la flota francesa, acompaña­do por 60 embarcaciones, el navio se inclinó azotado por el viento; el agua pe­netró por las cañoneras y lo hizo naufra­gar. Cuando el Mary Rose se fue a pique, sé ahogaron 650 hombres. Aun cuando se conocía el sitio donde ocurrió el de­sastre, la información se perdió u olvidó.
Pasaron más de 400 años antes de que se encontrara finalmente la nave.
    En Florida, Estados Unidos, se hizo uno de los descubrimientos más espec­taculares: una flotilla de 10 barcos espa­ñoles cargados con tesoros. Habían zarpado de La Habana, Cuba, en 1715, cargados de oro, esmeraldas, perlas y 2 300 cofres con monedas recién acuña­das en la Ciudad de México. El valor actualizado del tesoro en el momento del hallazgo era de por lo menos 50 millones de dólares. Los barcos se vieron atrapados en un huracán y naufragaron al sur de Cabo Cañaveral, fren­te a la Península de Florida.
   En la década de 1950, Kip Wagner, hotelero local, encontró unas monedas de plata ennegrecidas, 64 km al sur de Cabo Cañaveral. Al investigar el origen de su hallazgo, leyó acerca del hundi­miento y creyó haber encontrado una parte del tesoro. Envió una moneda a la Institución Smithsoniana de Washing­ton, la cual le informó que la pieza no tenía el origen atribuido porque el nau­fragio ocurrió 240 km más al sur.
    Sin desanimarse, Wagner y un amigo, Kip Kelso, emprendieron su propia búsqueda y descubrieron que Bernard Romans, cartógrafo inglés, había descri­to en 1775 el lugar donde la flota se hun­dió e incluso trazó un mapa del sitio. Con un detector de minas de segunda mano, Wagner recorrió las playas cerca­nas a la zona descrita, y encontró entre otras cosas una cadena de oro y un pendiente valuados en 50 000 dólares, y un anillo de diamantes que valía 20 000. Comenzó a bucear para encontrar los barcos hundidos. Finalmente recobró el preciadísimo tesoro, valuado en más de 5 millones de dólares.
    El uso que Wagner dio al detector de minas desató la aplicación de la tecnolo­gía moderna en la búsqueda de barcos hundidos. En 1970 el londinense Rex Cowan decidió localizar el Hollandia, barco mercante holandés perdido en 1743 cerca de las Islas Scilly, al suroeste de Inglaterra.
    Después de recorrer la zona con un magnetómetro para detectar metales, Cowan y su grupo descubrieron los ca­ñones de la nave buscada y una cuchara de plata con el escudo de una familia ho­landesa de la cual se sabía que figuraba entre quienes abordaron el Hollandia en su última travesía. Por último, encontra­ron más de 35 000 monedas de plata con un valor aproximado de 3 millones de dólares.
Sin embargo, los magnetómetros no resultaron eficaces cuando se intentó lo­calizar el Mary Rose. A pesar de haber naufragado a unos cuantos centenares de metros de la playa, cuando se inició la búsqueda ya estaba cubierto por la arena. Un magnetómetro detectó un ca­ble enterrado que no estaba registrado en las cartas del Ministerio de Marina, pero no arrojó indicios del barco.
    El hallazgo de los restos del buque se debió a otro invento moderno: el sonar. Diseñado para operaciones militares submarinas, tal artefacto envía señales sonoras y registra el eco de las mismas cuando las ondas rebotan en objetos só­lidos, igual que un radar.
    Un tipo especial de sonar, que puede detectar objetos sumergidos en lodo o arena, produjo señales indicativas de la presencia de un montículo en el lecho marino, donde aparentemente había al­go sólido sepultado. Tres años más tar­de, la marea había removido parte de los sedimentos y podían verse algunas tablas. Entonces comenzó la histórica recuperación y el cuidadoso registro del hallazgo: un inigualable vestigio de la época medieval durante la cual naufragó el buque de guerra.
    Pero el descubrimiento del Titanic puede considerarse como el más nota­ble hallazgo hecho bajo el mar. Estaba a una profundidad excesiva para que pu­dieran advertirlo los buzos, y la vaga idea de su probable ubicación en la in­mensidad del Atlántico Norte exigía una destreza muy especial para determinar el sitio preciso del naufragio. El equipo de investigación francoestadounidense que se dio a tal tarea utilizó un sonar pa­ra grandes profundidades que pudiese rastrear el fondo del océano y encontrar el barco; luego se utilizó una cámara submarina operada a control remoto, para tomar las primeras fotografías. Un año después el doctor Ballard, geólogo marino del Instituto Oceanógrafico de Woods Hole, Massachusetts, Estados Unidos, vio la nave desde el submarino Alvin, con capacidad para tres hombres.
    El submarino se posó sobre la proa y el puente. Una cámara robot manejada a control remoto, la Jason Júnior, des­cendió por la escalera principal y foto­grafió los candelabros (que aún seguían colgados), los relojes, la vajilla de plata y el interior de los camarotes.

    Con técnicas tan avanzadas de bús­queda submarina, pocos restos de naufragios escondidos en los océanos estarán fuera del alcance del hombre.