En otoño de 1928, de un modo casual, tuvo lugar un hecho que seria la clave del descubrimiento y de la aplicación de los antibióticos. En una de las placas en las que estaba cultivando estafilococos, el biólogo británico Alexander Fleming advirtió que éstos habían sido contaminados por un moho procedente del aire exterior, fenómeno éste bastante corriente; pero advirtió también que las colonias de estafilococos habían sido atacadas por una sustancia segregada por aquel tipo de moho u hongos. Fleming aisló dichos hongos, del género
penicillinum, procedió a su cultivo y pudo comprobar que la sustancia líquida metabolizada por los hongos resultaba muy activa, incluso diluida, frente a diversos gérmenes y bacterias. Llamó a aquella sustancia penicilina. Luego, sus experimentos fueron perfeccionados por los doctores Florey y Chain, quienes hicieron posible la utilización terapéutica de la penicilina. Fleming, Florey y Chain recibieron el Premio Nobel de Medicina de 1945. En los años de la posguerra, la penicilina descubierta por Alexander Fleming se extendió mundialmente como remedio eficacísimo contra las enfermedades infecciosas. Era el primero de una larga serie de antibióticos que pronto inundarían el campo de la medicina y la farmacopea, aunque la penicilina sigue siendo el más eficaz de todos ellos.