El fenómeno del urbanismo es típico de nuestro tiempo. En efecto, muchísimas personas abandonan los campos y aldeas para vivir en la ciudad, atraídas por el espejismo de una existencia más cómoda, más brillante, y por las mayores posibilidades de ganancia y éxito. Así es como las ciudades crecen progresivamente, hasta estallar, mientras las zonas rurales se despoblan poco a poco. Para albergar a tanta gente hacen falta casas, muchas casas. La demanda de viviendas crece enormemente, los precios aumentan, y las zonas edificables se vuelven escasas o muy caras.
Y al no disponer de espacio para construir tantas casas de tipo tradicional, ¿qué se hace? Se construyen las viviendas unas encima de otras, utilizando el mismo solar para muchas familias. La idea del rascacielos no se ha desarrollado en nuestro siglo, sino que ya la habían adoptado los pueblos de la Antigüedad. Recordemos a los romanos, que construían enormes bloques llamados insulae y habitados por muchísimas familias. Pero las construcciones no podían superar determinada altura, tanto porque se carecía de los materiales de construcción adecuados, como porque subir a pie hasta los pisos más altos constituía un esfuerzo para los inquilinos. Los rascacielos modernos sólo pudieron construirse tras el invento del ascensor y la adopción de nuevos materiales, como por ejemplo el acero y el hormigón armado.