El hombre desciende del mono: tal es la afirmación, equívoca, con que se popularizaron las teorías de un biólogo inglés llamado Charles Darwin, nacido en 1809. Equívoca, porque la evolución, que desembocó en ese animal dotado de inteligencia que es el hombre, no se hizo a partir de los monos actuales, sino de otro grupo diferente, aunque tuviera con éstos algunas semejanzas. Lo fundamental de la teoría de Darwin se resume en lo siguiente: Todas las especies vivas son el resultado de la transformación de otras anteriores. Esta transformación se ha realizado como consecuencia de la lucha de los seres por la existencia, lucha en la que sobrevivían los más fuertes. Los caracteres adquiridos en este proceso de adaptación se transmiten hereditariamente a los descendientes. Estas afirmaciones se contenían en un libro publicado en 1859, que se denominaba El origen de las especies.
El revuelo que provocó fue tremendo. Hubo muchos que se sintieron ofendidos y se negaron a aceptar unos antepasados tan poco ilustres. Otros pensaron que tales afirmaciones estaban en franca contradicción con la doctrina de la Iglesia Católica, la cual, en efecto, se mostró contraria al evolucionismo. Finalmente, debió haber no pocos que se mirarían al espejo, pensativos, tratando de descubrir en su rostro algún rasgo simiesco. La teoría de Darwin venía precedida de otros estudios sobre la evolución. Hoy día es admitida umversalmente, en líneas generales, aunque no en su conjunto, ya que todavía no se ha podido demostrar claramente que los caracteres adquiridos en la lucha por la existencia se transmitan hereditariamente, ni tampoco que se produzca esa adaptación en todos los casos.
Cuando murió Darwin, en 1882, sus teorías ya contaban con ardientes defensores.