Diez años antes de los descubrimientos microbianos de Pasteur, un ginecólogo húngaro, Ignaz Semmelweiss, formuló la hipótesis de que la devastadora fiebre puerperal, causa de un elevado índice de fallecimientos en las maternidades de la época, era transmitida por las manos contaminadas de los mismos médicos y que la profilaxis a aplicar era la de que tanto instrumentos como manos fueran previamente desinfectados lavándolos con agua clorada. Semmelweiss se basaba en una observación hecha por él: en uno de los departamentos de la maternidad de Viena donde trabajaba, atendido por estudiantes, el índice de fallecimientos por fiebre puerperal fue del 11,4 % de las parturientas en un año. En otro departamento, atendido por comadronas, el índice de mortalidad en el mismo período fue del 2,7 %. Semmelweiss comprendió que los causantes de la alta mortalidad del primer departamento eran los propios estudiantes, que atendían a las parturientas después de haber realizado sus prácticas anatómicas y de autopsia en la Escuela de Medicina. Cuando Semmelweiss hizo que se aplicara la asepsia recomendada por él, la mortalidad descendió espectacularmente a un 1,27%.
Pero, una vez más, la medicina oficial frenó un avance científico trascendental. Voces autorizadísimas se alzaron contra lo que era nada menos que el descubrimiento de la antisepsia y negaron todo valor a las tesis de Semmelweiss, por otro lado tan evidentes. El médico húngaro fue expulsado primero de la Universidad de Viena y después de la de Budapest. Con las facultades mentales perturbadas, murió el año 1865 en un manicomio. Poco tiempo después de la muerte de Semmelweiss, la antisepsia y con ella toda la ciencia médica tuvieron la suerte de que un cirujano inglés, Joseph Lister, consiguiera que tal técnica se incorporara a la medicina práctica. Los descubrimientos de Pasteur habían encontrado una repercusión favorable y, basándose en ellos, Lister inició una serie de experimentos encaminados a demostrar que el tradicional aforismo pus bonum et laudabile constituía un tremendo error y que la elevadísima mortalidad que se apreciaba en los enfermos amputados se debía a la acción de microorganismos patógenos. Lister experimentó con diversas substancias para lograr desinfectar las heridas, llegando a la conclusión en 1865 de que la más eficaz resultaba ser el ácido fénico.
Ideó un aparato pulverizador que extendía una ligera neblina de fenol por la sala operatoria antes de la intervención. Igualmente dispuso medidas de desinfección a base de ácido fénico de todo el material quirúrgico, de las ropas de médicos y auxiliares y de las propias heridas a tratar. Los resultados fueron inapelables y el método fue, no sin resistencias, extendiéndose poco a poco hasta ser aceptado umversalmente y luego perfeccionado. Al adoptar la aportación de Lister, la ciencia médica rehabilitaba en realidad la memoria del desdichado Semmelweiss.