Unamuno (1864-1936). Ejemplo de paradojas es la vida y la obra de este hidalgo vasco que amó a España sobre todas las cosas y fustigó cuanto creía vicioso o deleznable en la estructura moral de su país. Se llamaba Miguel de Unamuno y Jugo; nació en Bilbao y vivió en Salamanca; nunca pudo callar lo que pensaba y ello le valió persecuciones y disgustos: en 1924, fue confinado en la isla de Fuerteventura, una de las Canarias, pero no tardó en huir de allí y establecerse en Hendaya (Francia), muy cerca de la frontera española.
Unamuno era catedrático de Lengua Griega y conocía como pocos el castellano, muchísimo mejor que su lengua vernácula; pasó lo mejor de la vida combatiendo a la Monarquía y suspirando por la República, para convertirse en un terrible fustigador de los gobiernos republicanos de 1931 a 1936. Fue el campeón de la generación del 98 en su crítica de la España oficial, adocenada, viciosa e inculta, pero cuando Benedetto Croce habló de la siempre desventurada España, Unamuno saltó como si hubiera sido picado por un escorpión y entabló con el filósofo italiano una polémica que acabó en diálogo amistoso.
En tiempos de Alfonso XIII, se le invitó a actuar como mantenedor en los Juegos Florales de Sueca (Valencia) y aceptó, pero puso como condición que se le permitiera hablar con libertad. Y dijo tales cosas de la realeza y de quienes tienen la vanidad de imitarla, que la hermosa reina de la fiesta hubo de retirarse llorando del estrado. Algunos años después, llamado a Palacio por el rey, Unamuno acudió a visitar al monarca, ante el escándalo de republicanos y liberales españoles. Al salir de la regia mansión, explicó a periodistas y amigos que le había dicho al rey verdades como puños.