La caballería nació como una verdadera orden militar pero, a partir del año 1000, se transformó en una compleja institución, la más gloriosa y característica de la Edad Media, cuyas reglas eran religiosas y militares a un tiempo. Eran caballeros quienes, por la nobleza de su cuna o su valentía en el campo de batalla, adquirían el derecho de combatir a caballo, derecho que les otorgaba su rey o su señor. Fueron caballeros, sobre todo, los segundones (es decir, los hijos no primogénitos, y por consiguiente carentes de derechos sobre el patrimonio) de las grandes familias feudales. Muchos de ellos, abandonando el castillo paterno, llevaban una vida errante, en busca de gloria, de aventuras y de fortuna. El joven predestinado a convertirse en caballero se llamaba «doncel», es decir, «pequeño señor», y su educación comenzaba hacia los doce años de edad. La educación del futuro caballero constaba de lecciones de esgrima, equitación y manejo del arco. Se le adiestraba después en el ejercicio de la caza, tanto con halcones como con perros. Al llegar a la adolescencia, el doncel estaba obligado a desempeñar la función de escudero, es decir, a entrar al servicio de un caballero, ejerciendo de esta forma un auténtico aprendizaje: servía a su señor en la mesa, cuidaba de su caballo y de sus armas, le llevaba el escudo, y lo ayudaba durante la batalla. Al cumplir los veinte años, llegaba por fin el gran día en que iba a ser investido caballero.