Desde que los hombres empezaron a combatir entre sí, es decir, desde los más remotos tiempos de la historia de la humanidad, se han estudiado contra el enemigo toda clase de medidas ofensivas y defensivas.
Una de las defensas más antiguas inventadas por el hombre para salvar, no sólo vidas humanas, sino también viviendas y bienes, fueron los cercos amurallados de las ciudades. Se trataba de recios muros de más de 10 metros de grosor en la base y de una altura de 20 a 30 metros. Estudiadas para oponer al enemigo un obstáculo insuperable, las murallas solían construirse de una forma muy sencilla, sin adornos de ninguna clase, siendo a veces sumamente toscas. Rodeaban por completo la ciudad, o al menos su núcleo más importante, y a menudo estaban circundadas por una profunda fosa llena de agua.
Las más antiguas estaban casi completamente privadas de aberturas, excluyendo, como es lógico, las puertas de entrada. Más adelante se abrieron en las murallas largas y estrechas rendijas, a través de las cuales se intentaba alcanzar af enemigo desde una posición segura. En su parte superior, las murallas solían estar dotadas de pasillos que permitían a los soldados efectuar guardias constantes, y que en caso de ataque ofrecían una posición de ventaja frente al enemigo.
Los famosos puentes levadizos permitían la entrada y salida de las ciudades a través de las puertas principales.