A pesar de que los portaaviones son enormes barcos militares, que cumplen la función de aeropuertos flotantes, su pista no es lo suficientemente extensa para que un avión despegue con normalidad. Se necesita de una ayuda 'extra'.
Es gracias a las catapultas de vapor, que pueden despegar de un portaaviones las sofisticadas aeronaves modernas.
Ya en operación, la aeronave se coloca en posición y se conecta por la popa a un punto fuerte de la cubierta, mediante un retenedor o lazo de alambre que tiene una sección débil en el centro.
Un poste cercano a la rueda delantera del tren de aterrizaje baja para encajar en una especie de lanzadera que une el avión a la catapulta con un mecanismo de gancho.
Delante de la aeronave, pero bajo cubierta, hay dos cilindros paralelos, no menores de 45 metros de largo, que alojan sendos pistones fijos a la lanzadera. Las calderas del barco proveen el vapor que llega a los cilindros pasando por un acumulador de presión, la cual varía según el peso de los aviones que se lanzan.
Al dispararse la catapulta, la fuerza combinada de los motores y el vapor a presión rompe la sección débil y el aparato sale despedido, alcanzando unos 250 km por hora en un tramo de 45 metros.
Al final del lanzamiento el avión se suelta de la lanzadera. Las sondas del frente de los pistones van a parar a un recipiente de agua, donde quedan sumergidas en reposo. La lanzadera vuelve a colocarse en posición para el siguiente lanzamiento: los portaaviones pueden lanzar con catapulta un avión cada dos minutos; los portaaviones estadounidenses de 4 catapultas pueden lanzar una aeronave cada 30 segundos.
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