Estas nobles y caballerescas competencias vinieron a representar en la época medieval algo así como las
Olimpíadas de los tiempos helénicos o los juegos y combates del circo romano. Hay quien atribuye a los galos y a los franceses la primera práctica de los torneos, a causa del nombre de conflictus gallici con que en algún tiempo se los designó. Pero es difícil señalar cuál es el momento y la fecha en que comienzan a celebrarse en Europa. Aunque hay eruditos que los hacen remontar al siglo vi por lo menos y hasta afirman que Ennodio elogia a Teodorico por su afición a esta clase de contiendas, que organizaba con gran esplendor y pompa, la opinión más generalizada es que tal vez fue el caballero Godofredo de Prévilly, que murió en 1066, quien inventó los torneos y las justas, y estableció las normas que regían estos combates. De este tiempo, es la Crónica de Montmouth, en la que se encuentra una minuciosa descripción de cómo se efectuaban en aquellos años éstos y otros juegos caballerescos.
El nombre de torneos se aplicaba concretamente a los combates de caballeros reunidos en grupos, que se llamaban cuadrillas, dentro de una liza, circular en un principio, forma que muchas veces persistió posteriormente, en la cual, se efectuaba el combate girando en derredor (de aquí, la palabra torneo), hasta vencer a los adversarios, dejarlos fuera de combate y quedar dueños del campo.
Son muchas las formas y modalidades que han tenido en las distintas épocas y países. Por sus muchas variantes, es difícil dar una descripción general de la fiesta.
Con motivo de las grandes solemnidades o acontecimientos memorables, los heraldos, acompañados de dos doncellas, recorrían los castillos, palacios y residencias señoriales anunciando el torneo para conocimiento de los más afamados y valerosos paladines y cuantos valientes y esforzados caballeros quisieran tomar parte en la contienda. Los adalides, antes de la fiesta, tenían que presentar sus títulos de nobleza, exhibir sus escudos y blasones, y demostrar no haber faltado a las leyes del honor, ni haber mostrado jamás cobardía. La liza estaba rodeada de pabellones y tribunas adornadas de gallardetes, escudos, tapices, colgaduras y banderas. Las damas y caballeros que asistían a la fiesta lucían sus mejores galas. En los más famosos, la plebe asistía al espectáculo en pabellones o barracas alejadas del lugar de los nobles. En sitio especial, desde donde se podían percibir las menores incidencias de la contienda, se colocaban los mariscales y jueces de campo, a quienes estaba encomendada la importante misión de hacer respetar las leyes del honor y de la noble caballería.
Los heraldos avanzaban con sus magníficos arreos y brillante indumentaria para pregonar las virtudes y caballerescas hazañas de los paladines. Más tarde, rompía la marcha un grupo de infantes seguido por trompetas, timbales y atambores, banderolas, y por el rey de los torneos, acompañado de su corte. En seguida, aparecían los caballeros armados de punta en blanco y lanza en ristre, cabalgando en briosos corceles con lujosos arreos y guarniciones, y seguidos de sus escuderos y servidores. Uno de los espectáculos más brillantes de la fiesta era el desfile de esta fastuosa cabalgata. Antes de la lucha, los paladines rendían con la mayor ceremonia las armas ante sus damas, quienes los obsequiaban con alguna prenda, como un pañuelo, una cinta, un lazo, una joya, un rizo de sus propios cabellos o una flor.
Al vibrar de los clarines, los caballeros se acometían a galope. El encuentro era formidable y muchas veces, las armaduras y las lanzas saltaban hechas pedazos. El combate proseguía encarnizado hasta que uno de los adversarios era desmontado y caía a tierra. La lucha se realizaba con tal ardor, que no era raro que alguno de los contendientes resultase muerto o herido. Los clarines de los heraldos proclamaban el triunfo de los paladines, que después de su victoria, acudían a postrarse ante su dama.
Cuando el torneo era muy concurrido y la liza de gran extensión, se ponía en el centro de ésta una red o barrera a la que los franceses llamaban toile, para que los caballeros se moviesen de un lado a otro del obstáculo. En la justa, la lucha tenía lugar entre caballeros aislados y no en grupos. Los vencedores de torneos y justas recibían el premio de su dama, que era la que entregaba el galardón; otras veces, la victoria se premiaba con un beso que el paladín depositaba en la frente de su dama. Otras, los caballeros salían al paso en determinados lugares de tránsito obligado, solos o en grupos, para entablar combate con otros nobles que aceptasen su reto: así procedió el esforzado paladín Suero de Quiñones, que con nueve caballeros más, retó a los de toda Europa en un puente sobre el Orbigo; sus hazañas fueron narradas en el Libro del Paso Honroso. Entre otros gestos gloriosos de este tipo, se cuentan los del Conde de Buelna, Pero Niño, y Juan de Merlo. Muchos pasos de armas efectivos o legendarios son descritos en los libros de caballerías, cantados por trovadores y juglares, y descritos en diversas obras, como el Tratado de nobleza, de Jaime de Valero; en otros tratados, se establecían sus normas de un modo escrupuloso, como en la célebre Ordenanza de torneos y justas, promulgada por Alfonso XI, o el Doctrinal de caballeros, de Alfonso de Cartagena.
Los torneos fueron acompañados de juegos de destreza, como el de la sortija, el carrusel francés o la quintena, que consistía en dar golpes cabalgando en un brioso corcel a un maniquí puesto en cruz y colgado. Estas diversiones no gozaron de gran predicamento entre la nobleza y pasaron a ser distracciones del pueblo; aún se conservan la carrera de cintas y otros análogos, que dan alegría a las fiestas aldeanas y pueblerinas. La afición a los torneos se conservó entre los villanos y gente de pueblo, que los remedaron en danzas del mismo nombre.