El secreto del sabor de un buen vino radica en ciertos cambios que experimenta mientras se añeja en barricas y botellas. Pero antes es preciso cultivar las mejores variedades de uva en el terreno adecuado y con el clima óptimo.
Las levaduras que proliferan en el hollejo de las uvas y que hacen que el zumo de éstas se fermente, ayudan a producir los sutiles sabores del vino. pero la mayor parte del sabor definitivo de éste se origina en el curso de los años siguientes, cuando el alcohol reacciona con los ácidos del vino y forma unos compuestos llamados ésteres.
Hoy día el vino blanco normalmente se deja madurar uno o dos años en tanques de acero inoxidable, y el tinto reposa en barricas de madera durante tres o cuatro años. Un buen vino sigue mejorando después en la botella, aunque el lapso de añejamiento es variable (los vinos de Bordeaux, por ejemplo, se dejan madurar varios años más). El oxígeno que penetra lentamente por la madera de las barricas propicia la formación de ésteres con sabor distintivo.
El vino contiene varios ácidos, de los cuales predomina el acético, que también se halla en el vinagre. Al reaccionar con el alcohol, ese ácido genera los ésteres que ayudan a dar aroma al vino.
Como la nariz es mucho más sensible que las papilas gustativas, el aroma suele ser más importante que el sabor. Los catadores profesionales determinan la calidad de un vino por su olor calentando con las manos una copa con una muestra del mismo hasta que el líquido libera sus ésteres.
Los buenos vinos maduran en cavas a temperatura constante, que suele ser de 11 a 15 grados Celsius. A temperatura más altas el vino madura más deprisa, pero los cambios de sabor son diferentes, lo cual resulta conveniente en algunos casos. El jerez, por ejemplo, normalmente se deja madurar a 50 o 60 grados Celsius durante 10 a 20 semanas para que adquiera su sabor característico.