Uno de los métodos más antiguos que se conocen para conservar alimentos es la fermentación. Cada año se cultivan más de 70 millones de toneladas de uva en el mundo. Como no es posible mantener frescas las uvas mucho tiempo, algunas se conservan dejándolas secar -uvas pasas-, pero la mayor parte se fermenta para producir vino (30.000 millones de litros cada año).
Tras cosechar las uvas, que adquieren levaduras naturales al crecer, se les extrae el mosto (zumo) en lagares, y luego los desechos se separan en centrifugadoras de alta velocidad. A veces el mosto se calienta a fuego bajo para destruir microorganismos nocivos, o bien se le añade sulfito para evitar que éstos proliferen. El mosto se fermenta por la actividad biológica de las levaduras de las uvas, que convierten en alcohol el azúcar del zumo.
El vino tinto se fermenta a una temperatura de entre 21 a 29 grados celsius unas dos semanas; su color se debe a la antocionina, pigmento del hollejo de la uva negra con que se elabora. Por su parte, el vino blanco se fermenta entre 10 y 15 grados Celsius durante tres a seis semanas.
El vino rosado se puede elaborar de tres maneras, según la región en que se produzca y la calidad que se desee. El método más común consiste en fermentar uvas negras sin pelar durante uno o dos días y después quitarles el hollejo; otro método es fermentar uvas rojas con todo y hollejo, y el tercero consiste en mezclar vinos tinto y blanco para obtener el tono rosado.
Después del proceso de fermentación, el vino se filtra para eliminar los sedimentos, luego se guarda en barricas de madera y por último se embotella. En la actualidad casi todo el vino se almacena inicialmente en grandes depósitos de acero. Se puede dejar madurar durante uno o muchos años, durante los cuales el líquido experimenta importantes cambios de sabor.