El primer pararrayos

   En 1752, el científico y es­tadista estadounidense Benjamín Franklin echó a volar una cometa en medio de una tormenta de verano. Al observar que una llave ata­da al cordel mojado de la co­meta chisporroteaba cuando se hallaba cerca del suelo, confirmó su teoría de que los rayos no eran sino chispas eléctricas que podían descar­garse hacia tierra. Tras su experimento, escribió: "¿No po­dría aprovecharse la fuerza de las puntas metálicas des­nudas para proteger escue­las, casas y barcos, instalando en lo alto barras de hierro (...) y disponiendo en su base de un conductor que vaya hasta el suelo?" Y eso fue lo que se hizo. En efecto, las descargas eléctricas caían en los pararrayos y se desviaban a la tierra sin causar daños.