El México Virreinal

   Destruida la Gran Tenochtitlan, cuya grandeza asom­brara a los conquistadores, edificóse sobre sus ruinas una nueva ciudad, la cual creció tan rápidamente que en 1554 el célebre humanista Francisco Cervantes de Salazar decía de sus casas: "Todas son magníficas y hechas a gran costo cual corresponde a vecinos tan nobles y opulentos"; y, al contemplar la Plaza Mayor, exclamaba: "¡Dios mío! ¡cuan plana y extensa!, ¡qué alegre!, ¡qué adornada de altos y soberbios edificios por todos cuatro vientos!, ¡qué regularidad!, ¡qué belleza!, ¡qué disposi­ción y asiento!" Años más tarde, en 1604, Bernardo de Balbuena en LA GRANDEZA MEXICANA, hace la mejor descripción de México, cuando dice: "Oh ciudad bella, pueblo cortesano / primor del mundo, traza peregrina / grandeza ilustre, lustre soberano."

   A través de los años construyéronse en ella, gracias a la pie­dad de los mexicanos, monasterios, templos, hospitales, cole­gios, asilos y, principalmente, su Catedral, la más grandiosa y bella de toda América.
Levantáronse suntuosas mansiones. Los gobernantes embe­llecieron la ciudad embaldosando sus calles, iluminándolas, limpiando plazas y acequias, creando la Alameda y erigiendo monumentos como el ecuestre de Carlos IV, hecho por Tolsá. Para dar un marco brillante a la estatua, el Virrey ordenó que la Plaza Mayor fuera arreglada con una hermosa balaus­trada ligeramente elíptica, con cuatro rejas, en el centro de la cual estaría el monumento.

   Cuatro fuentes colocadas afuera completaban el arreglo que dio a la Plaza Mayor una grandeza inusitada. En 1796, para inaugurar la obra, Tolsá colocó una estatua de madera. La de bronce se fundió y colocó posteriormente, en 1803, con asis­tencia del Barón de Humboldt, que la consideró una de las dos más bellas del mundo.

La Plaza de Guardiola, situada en el cruce de las Avenidas de San Juan de Letrán y de San Francisco (hoy Madero), fue desde sus orígenes lugar muy concurrido, por estar próximo a ella los principales talleres de platería. A su izquierda levan­tábase el convento de San Francisco, donde vivieron y ense­ñaron muchos insignes misioneros, como Fray Pedro de Gante. A la derecha alzábase vieja residencia, de la cual cuentan los cronistas que el estar cubierta de azulejos se debió a que el heredero de ella, por disipado, en una reprimenda oyó decir a su padre: —¡Hijo, con esa vida nunca harás casa de azule­jos!—, significándole que, de seguir así, no tendría éxito que le permitiera construir a la manera de los nobles. Pero el mu­chacho se corrigió y consagró al trabajo, lo que le permitió levantar La Casa de Azulejos, uno de los más bellos monu­mentos del México Virreinal.

   Todavía en esa época México ofrecía el aspecto de una ciu­dad lacustre, surcada por varios canales o acequias por las que los indígenas acarreaban con sus "trajineras" los mante­nimientos de la capital: legumbres, frutas, leña, leche, etc. Las principales acequias eran: La Real, la de la Merced, la del Carmen, la de Chapitel, la de Tezontlale, la de Santa Ana y la de Mixicaltzingo. Numerosos puentes las cruzaban y tenían nombres muy significativos, como el de Garavito, el de la Albóndiga, el de Juan Carbonero, el de la Leña, el de Chirivitos, etc. En sus orillas efectuábase el "tianguis" o mercado, donde las gentes del pueblo daban la nota con el abigarrado colorido de sus indumentarias regionales.