¿Quién tuvo que fabricarse sus propios microscopios?

   Antony Van Leeuwenhoek, ence­rrado en la buhardilla de su casa de la ciudad holandesa de Delft, se pa­saba las horas muertas mirando y re­mirando por el microscopio. Y a tra­vés del microscopio sería él el primero en poder contemplar y poder descri­bir las bacterias, los infusorios, los espermatozoides, los glóbulos rojos, los vasos capilares, la lente del cris­talino del ojo, las fibras musculares, las levaduras y mil maravillas más de la biología y la botánica. Para un hombre como él, que apenas había recibido otra instrucción que la precisa para desenvolverse airosa­mente en el comercio de la pañería, todo aquel mundo microscópico re­sultaba tan fascinante como difícil de entender. No por ello dejaba de experimentar y escudriñar constan­temente lo que veía para después tomar todas las anotaciones precisas sobre ello.

   Después de veinte años de continuos trabajos, Leeuwenhoek envió sus observaciones a la Royal Society de Londres, institución que si bien al principio no tomó muy en serio los escritos del rudo holandés, no tardó en percatarse de que se ha­llaba ante toda una serie de descu­brimientos trascendentales. Todo ello era la consecuencia de que Leeuwenhoek fue uno de los inven­tores que mejor supo trabajar con su invento. Porque lo más admirable de este personaje que miraba por el mi­croscopio es que él mismo había in­ventado el microscopio. Es verdad que más de medio siglo antes, en 1590, un fabricante de gafas paisano suyo, Zacharias Janssen, había construido ya un rudimentario mi­croscopio, pero eso no lo supo nunca Leeuwenhoek; ni desde luego consta que Janssen tuviera nunca la inten­ción de utilizar su aparato para lo que deben servir los microscopios nor­malmente, es decir, para investigar. Lo que sí se conocían en tiempos de Leeuwenhoek eran las lentes de au­mento. Y al utilizar una de ellas para contar los hilos de los tejidos, Leeu­wenhoek quedó obsesionado ante la idea de lo que podrían llegar a reve­lar las lentes de gran aumento. Tal obsesión ya no le abandonaría nunca. Pero encontrar unas lentes de las características deseadas por el co­merciante holandés no era nada sencillo. En vista de ello, Leeuwenhoek, que había visto una vez trabajar a un artesano del vidrio, decidió comenzar a fabricarlo en su casa. Y para cons­truirse lo que sería la armazón de sus microscopios estudió las artes de or­febres y plateros y aprendió incluso a extraer metales de sus minerales. Es difícil imaginar la trabajosa tarea que supone fabricar, tallar y pulir di­minutas lentes, extraer metales de su fundición y forjar, modelar y encajar las piezas resultantes hasta llegar a construir docenas de microscopios de diferentes modelos. Todo ello con un mínimo de medios técnicos y en el ámbito de la buhardilla de su propia casa. Eso es lo que hizo Antony Van Leeuwenhoek en la segunda mitad del siglo XVII. Pero no sólo eso, pues ya hemos visto que supo también sacar un valiosísimo partido a su in­vento. Porque el día en que colocó una gota de agua pura bajo su mi­croscopio y pudo ver deambular en ella a unas pequeñas bestias, el co­merciante de paños de Delft estaba dando el primer paso en el conoci­miento de una ciencia que luego se llamaría microbiología.