¿Quién puso a punto el arma más mortífera de la historia?


   A principios de 1943, en plena Se­gunda Guerra Mundial, el Gobierno estadounidense instala en la localidad de Los Alamos una especie de super-laboratorio atómico. Se trata de llevar hasta el final el Proyecto Manhattan, un plan de investigación nuclear en el que los Estados Unidos llegarán a invertir 2.000 millones de dólares. El plan había surgido como conse­cuencia de una carta que el famoso físico Albert Einstein había escrito al presidente Roosevelt recomen­dándole que Estados Unidos se ade­lantara a Alemania en la construcción de un arma atómica. La Administra­ción y los altos mandos militares norteamericanos no desoyeron el consejo y fueron movilizados todos los hombres de ciencia del país, a los que se vinieron a sumar numerosos y valiosísimos científicos procedentes de los países ocupados por los ale­manes o perseguidos por su ideolo­gía o por su raza judía. Jamás en la historia se había dado una concentración de cerebros semejante puesta al servicio de un mismo objetivo. Ahora, en Los Alamos (Nuevo Mé­xico), se trataba de poner a punto definitivamente el arma capaz de acabar con la guerra. Al frente del selecto equipo de científicos de toda procedencia estará Julius Robert Oppenheimer, un físico eminente que estudió en Harvard, Cambridge y Gotinga y es profesor de la Univer­sidad de California. El equipo que dirige Oppenheimer, trabaja rápido: en dos años está lista la bomba. El 16 de julio de 1945, en el desierto de Alamogordo, a unos 320 km de Los Alamos, y en una operación rodeada del máximo secreto, se hace explotar la primera bomba atómica; la explosión produjo una bola de fue­go de unos 150 metros de radio, que fue adquiriendo diversas coloraciones y que se elevó en imponente colum­na de humo denso a una altura de más de 13 km. Algunos de los cientí­ficos renegaron de su obra a la vista del destructivo experimento, pidien­do que nunca fuera utilizada. Pero ya era demasiado tarde. La decisión estaba tomada, y veinte días después, el 6 de agosto de 1945, caía sobre la ciudad japonesa de Hiro­shima la primera bomba atómica utilizada en la guerra. Hiroshima que­dó arrasada; en el momento de la ex­plosión murieron más de 100.000 per­sonas, número que luego aumentaría hasta 250.000. Tres días después, otra bomba similar caía sobre la ciu­dad de Nagasaki. Prácticamente, el Japón abandonó la lucha y el 2 de septiembre firmó su rendición. Ello significó el final de la Segunda Guerra Mundial, pero el comienzo de una preocupación entre los científi­cos y políticos de las grandes poten­cias por la necesidad de poner el átomo al servicio exclusivo de la paz.