¿Quién demostró que no eran necesarios cables para trans­mitir sonidos a distancia?

   — Si recibes la señal dispara tu fusil al aire— le dijo el joven Guglielmo Marconi a un campesino que siem­pre le ayudaba en sus experimentos. La señal que tenía que recibir su ayu­dante consistiría en tres golpecitos cortos en su receptor, la letra S del alfabeto Morse. El joven Marconi la enviaría por uno de los aparatos construidos por él, desde el granero de su casa de Pontecchio, cerca de Bolonia, al receptor que atendería su ayudante, esta vez más lejos que nunca: al otro lado de la colina. Marconi esperaba que las ondas pu­dieran dar aquel salto. Llevaba varios años obsesionado, ante la desespe­ración de su padre y el apoyo de su madre, por la idea de enviar mensa­jes sin hilos, sin cables, a larga distan­cia. Pasaba horas y horas entre sus aparatos, hablando continuamente de las ondas hertzianas y de las electromagnéticas, y experimen­tando constantemente. Cuando Marconi pulsó las tres seña­les cortas, casi inmediatamente se oyó una lejana detonación, prove­niente del otro lado de la colina. Esa detonación era la confirmación de todas sus esperanzas y el comienzo de su éxito y de su fama. No importó que su invento, la telegrafía sin hilos, no hallase el apoyo necesario en su país, Italia; Marconi marcha a Ingla­terra y allí, cuando tan sólo contaba veintidós años de edad, el registro de patentes de ese país inscribe su nombre. Surge la Compañía Marconi y comienzan a proliferar estaciones emisoras y antenas... En pocos años, su telégrafo era capaz de transmitir cada vez a mayor distancia, y Mar­coni realizó positivos ensayos entre una estación en tierra y barcos en alta mar.

   Pero había que llegar cada vez más lejos. En 1901, tras instalar una esta­ción emisora en la costa inglesa de Cornualles, se traslada a Terranova, al otro lado del Atlántico, para reci­bir la señal. Y, como años atrás, la señal sería la S. del Morse. Y, a las 12,30 del 12 de diciembre, los tres golpecitos cortos se oyeron en su receptor. Las ondas habían atravesa­do, sin mayor dificultad, los 3.000 kilómetros que separaban una y otra estación.

   Cuando en 1909, a los 35 años de edad, Marconi recibe el Premio No­bel de Física, aún les quedaba a él y a la telegrafía sin hilos mucho tra­bajo por delante. Un trabajo que, desde que su ayudante disparase el fusil años antes, hasta la moderna radiodifusión de nuestros días, no ha dejado de perfeccionarse.