Momias egipcias


   En las candentes arenas de los de­siertos egipcios, donde raras veces llueve, los cadáveres desecados se conservan por tiempo casi indefinido. A esa circunstancia, unida a la creencia que tenían los egipcios en la vida de ultratumba, se debe la práctica de la mo­mificación, o sea la conservación artificial de los cadáveres. Al principio sólo se momifica­ba a los reyes o faraones, pero más tarde la práctica se hizo extensiva aún a la gente de la más humilde condición. Consideraban los egipcios que la preservación del cadáver era indispensable para que el difunto pudiera dis­frutar de la vida de ultratumba y no escati­maban esfuerzo alguno para conservarlo y pa­ra proveerlo de alimentos, ropas y otras cosas que hubiera menester.

   La palabra momia procede del término ára­be mumia, que significa betún, por el uso que se hacía de dicha sustancia en el proceso de momificación. El proceso de momificación era muy largo, pues solía prolongarse hasta por más de dos meses, y se sujetaba estrictamente a un complicado ritual, si bien éste sufrió di­versas modificaciones con el trascurso del tiem­po.

   En términos generales, se puede decir que lo primero que se hacía, después de lavar el cadáver, era proceder a la extracción de las visceras, excepto el corazón. Las visceras eran embalsamadas y colocadas dentro de cuatro recipientes llamados canopas o vasos canópicos, que representaban los cuatro puntos cardinales y que se suponía quedaban bajo la pro­tección de los dioses. Se rellenaba el cuerpo
con mirra, casia y otras sustancias, y se lo su­mergía en una concentrada solución de carbo­nato de sodio durante cierto tiempo. Después se lo envolvía en complicados vendajes, colo­cándole diversos amuletos a fin de proteger los miembros respectivos. Así, sobre el pecho lle­vaba un escarabajo de piedra.

   Lista la momia, se la colocaba dentro de un ataúd, a menudo primorosamente adornado con diversas pinturas. Se ponía a ve­ces este ataúd den­tro de otro, y aún ambos dentro de un tercero o más. Los ataúdes eran des­pués colocados den­tro de un sarcófago. Es famosa la tum­ba del faraón Tutankhamen, que rei­nó unos 1.300 años a. de J.C. Algunos de los santuarios a él de­dicados estaban re­vestidos con una lá­mina de oro primo­rosamente trabaja­da. Encerraba la tumba de este fa­raón objetos de in­calculable valor que le habían perteneci­do en vida, como tronos, carros de pa­rada, frascos de cos­méticos y alhajas. Las paredes de las tumbas solían deco­rarse con pinturas que, según se supo­nía, habían de re­sultarle gratas al di­funto.

   Osiris era el dios de los muertos y an­te él tenía que com­parecer el difunto a fin de ser juzgado. Según la tradición, Osiris, que era señor universal, había sido muerto y cortado en catorce pedazos por su hermano Set. Su esposa, Isis, diosa de la naturaleza identifi­cada a veces con la luna, había recogido piado­samente los fragmentos y reconstituido a Osi­ris quien, como ya no podía reinar entre los vivos, pasó a presidir sobre los muertos. En las tumbas suele hallarse un largo rollo de pa­piro, a menudo provisto de hermosas viñetas, en el que se hallan inscritas diversas oracio­nes y sortilegios que debían resultarle útiles al difunto al enfrentarse a sus enemigos y a otros peligros que lo acechaban después de la muerte.

   La momificación, que llegó a aplicarse a diversos animales sagrados, como el gato y el cocodrilo, desapareció poco después del siglo IV de nuestra era.

   Se han hallado numerosas momias, resultado de la momificación natural a que aludimos al principio, en el continente americano, espe­cialmente en el Perú.